Pilar Eyre

Pilar Eyre

Reyes Sofía y Juan Carlos con hijos esquiando

El día que el príncipe Felipe casi se lanza a un precipicio para rescatar a unos esquiadores

Mec mec. El Land Rover humeaba, don Juan Carlos sacaba la cabeza por la ventanilla gritando: “Sofi, si tardas un minuto más, nos vamos”, y la Reina bajaba las escaleras del chalé subiéndose la cremallera del anorak y mascullando imprecaciones en inglés mientras los hijos, en el asiento trasero, con un confuso montón de botas de esquiar, perros, gorros y manoplas, protestaban: “Mommy!”. Hace cerca de cuarenta años, la familia real pasaba el fin de año en el Valle de Arán, se quedaba desde el 28 de diciembre hasta el 4 de enero en las habitaciones 304, 305 y 306 del hotel Montarto, hasta que la estación de esquí les cedió un chalé de tres pisos en la Pleta de Baqueira. El comedor-salón en la planta baja, en el piso intermedio las habitaciones de los reyes (separadas, por supuesto) y, en el superior, de techos abuhardillados, los cuartos de los hijos.

Reyes Sofía y Juan Carlos con hijos esquiando

Como a la Reina la decoración le importa un bledo, se ha limitado a poner los mismos muebles del piso piloto de la urbanización. Tampoco le gusta ocuparse de la marcha del hogar, todo recae en su fiel Laura, su mano derecha, que va unos días antes, airea las estancias y compra desde cepillos de dientes hasta papel de cuarto de baño en el supermercado del pueblo. Años más tarde, los propietarios de la estación entregaron a la familia real dos casas más para poder albergar a parientes y amigos. Solo dos helicópteros tenían permiso para surcar los cielos araneses: el del Rey y el del financiero Javier de la Rosa.

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Las patadas de Felipe

Los reyes y sus hijos son los primeros en llegar a las pistas, a las nueve de la mañana, y los últimos en irse, a las cinco de la tarde, casi de noche. Hacen cola para subir al telesilla como todo el mundo, yo misma he visto cómo intentaban dejarlos pasar y ellos se negaban. La Reina, con un gesto serio que no propiciaba confianzas; el Rey, sonriente, fingiendo boxear con los empleados, gritando a sus hijas: “¡Vamos al mirador!”, y también: “Ten cuidado, Elena, que si bajas a esas velocidades te vas a escoñar”. Arriba posan con idénticas gafas Vuarnet e idénticos anoraks Descente. Se dice que ambas marcas convierten a la familia real en reclamos de lujo. El nivel de don Juan Carlos, que esquía desde niño, hace decir a su profesor Benito: “Podría ser profesional”. Las dos infantas son unas entusiastas del deporte. El príncipe es más renuente; de repente, se cansa de dar clase, se va a la cafetería de El Bosque y se sienta en el suelo. Si van a buscarlo, da patadas con las botas de esquiar. Si la Reina lo riñe, la persona agraviada protesta: “Es igual, no importa”, aunque por dentro jure en arameo. Pero Felipe también tiene buen corazón y es impulsivo: una vez que unos esquiadores se mataron en un accidente debieron sujetarlo para que no se lanzara al precipicio para intentar rescatarlos.

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En el Valle de Arán, el rey Juan Carlos presentaba a la señora que lo acompañaba con total tranquilidad

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