Jorge Javier Vázquez

Jorge Javier Vázquez

Jorge Javier en Atenas

"Tener la capacidad de emocionarse ante un monumento es la prueba palpable de que uno sigue vivo"

Llegamos al hotel y la habitación no está lista así que nos invitan a tomar algo en el bar de la azotea para hacer más ligera la espera. Casi se me escapa una lágrima al divisar no muy lejos la Acrópolis. Tantos años viéndola en fotos o documentales y ahora está ahí, muy al alcance de mi vista. Me gusta ser tan tontorrón con estas cosas. Tener la capacidad de emocionarse ante un monumento es la prueba palpable de que uno sigue vivo. Pero hete aquí que cometo el error de dirigir mi mirada a la señora japonesa que tengo en la mesa de delante porque advierto que manipula un objeto sospechoso entre sus manos. Agudizo la vista y confirmo que es la parte superior de su dentadura postiza. Está sacándole lustre ante la cariñosa mirada de su marido. A mi izquierda, otras dos señoras niponas con edades cercanas a la inmortalidad intentan ahuyentar con sendos bastones a unas palomas que pretenden robar sus platitos de cacahuetes. La cara y la cruz del turismo.

Ahora es domingo por la mañana y estamos haraganeando en la cama. Llueve y no apetece moverse. Esta tarde quiero ir a la calle Pandrossou, en el barrio de la Plaka. Escribió Gil de Biedma en 1999: “Si alguno que me quiere alguna vez va a Grecia y pasa por allí, sobre todo en verano, que me encomiende a ella (…) Era un lunes de agosto(…) Me acuerdo que de pronto amé la vida, porque la calle olía a cocina y cuero de zapatos”. Este es el tipo de cosas que me hacen feliz. Y, afortunadamente, a P. también.

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