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Me duele el dedo pulgar de la mano derecha. Sé que a cualquiera le puede pasar, pero es que a mí me sucede por un hecho muy idiota: por mirar y remirar Instagram. No paro y, de tanto subir y bajar la pantalla, el dedo está empezando a quejarse. Miro Instagram de manera compulsiva. Es lo primero que hago cuando me levanto. Me gusta encontrarme con la cara sonriente de Nuria Roca, que es la primera en subir fotografía porque se pone en marcha bien temprano para presentar su programa de radio. Desayuno y acudo de nuevo a la red para ver quién se ha despertado. Me empalagan los maromos que enseñan cacho, pero no puedo dejar de admirarlos. De hecho, sigo a varios chicos de Río de Janeiro que están buenísimos. Mientras aquí nieva en primavera, me gusta comprobar qué bien le sientan los bañadores pequeñitos a los cariocas. Hay gente muy pesada y muy poco imaginativa. Los distingues porque se hacen fotografías entornando los ojos y poniendo morritos. Detesto los retratos elaborados o demasiado estudiados. Pero luego también te encuentras con gente muy divertida: las actrices Mar Abascal, Miren Ibarguren y Úrsula Corberó, por ejemplo. Sus Instagram son gamberros y cero pretenciosos. En algún momento de las quinientas treinta y dos veces que acudo a fisgonear me cabreo conmigo mismo por perder tanto tiempo contemplando la vida de los demás. Además, lo que no me gusta de todo este rollo es que las vidas de los demás parecen tan ideales que la mía, a veces, me da pena.