Felipe y Letizia están pasando un momento dulce. El mejor, como matrimonio y como reyes, desde que se conocieron. Aquella mujer nerviosa, siempre crispada, que había llegado a suplicar a un amigo que le preguntaba en una recepción si necesitaba algo: “Sí, un platillo volante para huir de todos estos”; aquella novia despreciada por el suegro, enfrentada a las cuñadas, que tuvo que abrirse paso a codazos en una familia desestructurada y egoísta; aquella joven periodista que tardó casi tres años en darle el sí a Felipe porque temía perder su libertad se ha convertido en una mujer segura de su lugar en el mundo. Por su parte, aquel Felipe siempre a la sombra del padre, superprotegido por una madre que no tenía otro afecto que el suyo, rodeado de amigos pijos y novias problemáticas, también ha desaparecido. Ahora, Felipe está cómodo con sus responsabilidades, el problema catalán ha dejado de dominar su agenda y se siente arropado por Sánchez y los suyos. Muchos republicanos prefieren obviar, de momento, la abolición de la monarquía y que, por ejemplo, los diputados de Vox critiquen su discurso de Navidad hasta le conviene, porque le da la pátina de rey progresista, más allá de la imagen que proyectaba su padre.

Una jubilación conveniente

Su padre, ay, su padre. Dicen que la situación que vive le quita el sueño, pero la realidad es que a Felipe le favorece que Juan Carlos esté lejos y ojalá este estatus se prolongue hasta el final. Juan Carlos, refugiado en un país en el que la más mínima violación de la intimidad comporta cárcel –un emirato opaco y rico en el que es huésped de honor, visitado, como ya se dijo aquí hace tiempo, por sus más íntimas amigas y sus más dilectos súbditos–, es un privilegiado, un jubilado de oro. ¡Un rey en paro, como decía su abuelo, exiliado en Roma! Claro que le duele ser olvidado, un sentimiento que su camarilla explota contándole que todos los españoles están deseando su regreso. Pero no es cierto, empezando por su hijo. ¿Alguien se imagina a los reporteros de ‘Sálvame’ persiguiéndolo por la calle: “Juan Carlos, ¿sigue llevando el Rolex que le regaló Bárbara?, ¿se va a divorciar de Sofía?”. Una prensa ávida de noticias dando la más mínima cuenta de sus movimientos en los programas más despendolados de televisión, ¡la nueva amistad especial de Juan Carlos!, ¡movida en la Zarzuela! Eso sí que amenazaría la monarquía, no que el heredero se haya casado con la nieta divorciada de un taxista. Por todas estas razones, que Juan Carlos esté en Abu Dabi da un respiro al rey Felipe para que se recomponga y consolide la continuidad encarnada en su hija.

La corte de Sofía

Leonor. Se ha ido a estudiar al extranjero, sí, ¿y? ¿Ha sido catastrófico para la institución?, ¿hay paparazis en las puertas del internado?, ¿algún compañero suyo se ha ido de la lengua? La princesa está viviendo esta etapa como una niña normal, el pacto implícito entre la prensa y la Casa Real ha funcionado y nada sabemos de sus actividades escolares. En el pack ha entrado también la infanta Sofía, de la que tampoco conocemos nada. Ya ni siquiera se molestan en hacer el paripé al lado de su abuela en alguna función teatral, como cuando eran más niñas y más manejables. Tampoco es necesario, ya que Letizia no está obligada a rendir pleitesía a nadie porque sabe que la opinión pública está virando a su favor, ya que en los nuevos tiempos tiene difícil justificación una personalidad como la de la Reina emérita. Claro que siempre existirá el grupito de monárquicos rancios que tirarán piedras a Letizia a través de su suegra y ahora le atribuyen méritos sin fin, aunque siempre la hayan despreciado porque su dios era el Rey. El gran despropósito se vivió la semana pasada. Se dijo que la reina Sofía había tenido que abandonar el recital de Raphael para coger un avión con el fin de correr abnegadamente al lado de su hermano enfermo en Atenas, pero un portavoz de la familia real griega se apresuró a declarar que tal visita nunca se había producido. Los ‘sofiistas’ contaron entonces que en realidad la Reina había ido a Abu Dabi a ver a su querido marido, con el que dicen que habla a diario. Otra mentira, ya que luego se supo que esos días quien al parecer estaba visitando al Rey era Marta Gayá, la más emérita de las amigas entrañables. Y de Sofía o su paradero nunca más se supo.

La victoria de Letizia

Al lado de este vodevil, las figuras de Letizia y Felipe se presentan austeras, leales, dignas de confianza. Felipe ya no siente por su mujer aquel deslumbramiento de los primeros años (“Está encoñado”, decían los amigos), pero ha aprendido a disculpar sus fallos (impuntual, impertinente, sabihonda, caprichosa) y a valorar sus virtudes (responsable, trabajadora, aguda, curiosa, divertida). Letizia, aunque se toma muy en serio su trabajo, disfruta de los piropos y la admiración que suele despertar su físico y le encanta arreglarse, al contrario de lo que dejan caer los periodistas “cortesanos”, según definición de mi querido amigo Jaime Peñafiel. Pero al mismo tiempo es honrada, inflexible con las faltas ajenas, odia la hipocresía y está volcada en la educación de sus hijas. “Macho, es lo que hay”, le dice a su marido para terminar cualquier discusión. Pues eso.