Una de esas tardes tontas de verano en las que te aburres tan placenteramente y te dedicas a perder el tiempo en YouTube. Y entonces, no se sabe por qué extraña razón, te sale algo de Isabel Preysler y lo ves. Mal hecho porque no tardas en caer en sus redes y se te va la tarde, echado en la cama, pegado al dichoso YouTube y a la Preysler.

Es maravillosa la fascinación que ejerce sobre quien la entrevista. Cualquier declaración de la señora, por absurda que sea, es celebrada como si fuera palabra de Cristo. Preysler nunca cuenta nada y no porque no tenga nada que contar, sino porque siempre le preguntan lo mismo: qué dieta hace, cuáles son sus trucos de belleza y cuál es su mayor vicio. Respuestas: ninguna, los mismos que los de todas las señoras y el chocolate.

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Veo una entrevista que le hace Marta Robles y hablan de las horas de sueño. Preysler manifiesta que ella duerme poquísimo, que la gente piensa que se pasa el día durmiendo para mantener la lozanía de su rostro pero qué va, qué va. Que sabe perfectamente que lo ideal sería dormir ocho horas, pero que ella solo duerme… ¡Ay, el corazón en un vilo! Te quedas esperando una cifra bajísima y, de repente, dice con todo su papo: “Siete”. Madre del amor hermoso. Hace que no duermo yo esas horas desde que tenía dientes de leche, la madre que la parió.

Es lista la Preysler prodigándose poco en entrevistas. Carece de la frescura de su hija Tamara, que convierte una crónica marciana de cualquier pasaje de su vida en un descacharrante episodio de la serie más ‘hard-core’ que jamás hayamos podido imaginar.