No recuerdo haberme reído tanto durante una gala de ‘Supervivientes’ como la del jueves 29. La palapa se convirtió en un hervidero de disparates a cual más extremo. Entre Saray Montoya llamando Harry Potter al Maestro Joao, María Jesús Ruiz ejerciendo de dolorosa jienense, Raquel Mosquera hablando y hablando sin parar y una Sofía Suescun que no se atrevió a desmentir que vivía con un muerto en casa, la gala es de esas que deberían enseñarse en las facultades. Fue un canto al reality, un homenaje a los telespectadores sin prejuicios, una sana diversión catódica que me dio pena que se acabara. Francisco se quejaba del mal rollo reinante, María Lapiedra estaba cabizbaja porque veía que su participación está siendo un desastre, y Adrián Rodríguez bramaba contra los que se peleaban argumentando que el programa lo veían niños. Muy curioso su alegato porque, luego, no tuvo reparos en hablar del trío que hizo con la chica de Gustavo en el sofá de la casa de la muchacha. Lo dicho: un disparate todo, hermoso y potente como la vida.

Duermo menos de cuatro horas y me cojo un vuelo a Tenerife porque, como ya es sabido, Tenerife tiene seguro de sol. Despegamos a las nueve menos veinte de la mañana y me toca al lado un maduro alemán que antes del desayuno se pide un benjamín. Desayuna y se pide otro. Y luego otro. Y antes del aterrizaje, una botella de vino tinto. Luego dice mi madre que bebo. Me reencuentro con mi amigo Israel, al que no veía desde hace ocho años. Dice que ha engordado por culpa de las cervicales, y casi me muero del ataque de risa que me da. Que los nervios le hinchan. Pero luego ya me confiesa que por las noches se pone ciego y se lleva por delante lo que le pongan. Tomamos el sol en la piscina y me dice que me prepare porque me ha organizado una noche muy divertida. Y que me va a peinar y a maquillar para que salga bien mono. Yo le digo que sí a todo. Durante estos días he decidido no pensar.