Felipe, Letizia, Leonor y Sofía, como un ejército bien entrenado, se lanzaron a las calles para copar la atención pública. Salidas a cenar, paseos por lugares idílicos de la isla, visitas a museos... En algunos actos se incorporaban secundarias de lujo como doña Sofía o su hermana Irene, pero no demasiado para no opacar el brillo de la familia nuclear. Pero era igual, porque quien concitaba los focos a su persona era Letizia: con pantalones cortos, con minifalda, enseñando barriga, con alpargatas, con sandalias, con bolso, con canas, con pómulos, maquillada, bronceada, con los brazos musculosos de una deportista, sonriendo, haciendo gestos, arengando a sus tropas... Todo acaparaba la atención exhaustiva no solo de los medios españoles, sino también de los extranjeros. ¡A ojo, he podido contar este verano cincuenta portadas dedicadas a nuestra Reina! Una atención apabullante que ha dado sus frutos, ya que nadie recuerda ahora al exiliado de Abu Dabi, y se ha borrado de nuestra memoria el malhadado viaje, cuyas heridas se han podido restañar sin consecuencias.