Había una vez una nadadora olímpica sudafricana, aunque nacida en Rodhesia, (la actual Zimbawe) y blanca. Una mujer singular, sin duda, que un día pasó por Mónaco y logró que el entonces príncipe heredero se fijara en ella. Charlene Wittstock cumple 40 años de los que lleva algo más de seis casada con Alberto de Mónaco y otros diez esperando a que se concretara un plan que incluía convertirla en princesa a cambio de actuar como los tres monos: ver, oír y callar.

Charlene Wittstock es la más misteriosa entre todas las princesas europeas. En el último escalón de la realeza, solo supera a su cuñada Estefanía de Mónaco que, como ella, es Alteza Serenísima pero sin estar casada con el titular del trono. Hasta Carolina de Mónaco que adquirió el título de alteza real por su matrimonio con Ernesto de Hannover, con quien incomprensiblemente sigue casada tras casi diez años de separación de hecho, está por delante de la mujer de su hermano; no en Mónaco, claro, pero si en el llamado Gotha, la guía telefónica de la realeza.

El príncipe Alberto que este año cumplirá 60, se casó a los 53 y no con muchas ganas sino por la imperiosa necesidad de dar un heredero al trono. Charlene tenía 33 y tampoco se la vio muy entusiasma el día de su boda aunque debía estarlo porque Armani le diseñó un vestido que disimulaba la anchura de sus hombros labrados a fuerza de brazadas. Ese fue, sin embargo, el detalle anatómico que llamó la atención del príncipe Alberto que siempre se relacionó con mujeres que, de espaldas, parecieran hombres. El soberano monegasco arrastraba una carrera de conquistas de pega y hasta dos hijos nacidos de sendas relaciones con una camarera estadounidense y con una azafata de Togo, pero ni Jasmine Grace, ni Alexander, como se llaman los dos Grimaldi extramatrimoniales, tuvieron nunca un lugar en Mónaco, ni hubieran podido suceder a su padre, toda vez que la constitución monegasca advierte que solo los hijos nacidos de un matrimonio católico pueden aspirar a la sucesión.

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Siempre existió la sospecha de que Alberto engendró, por la vía que fuera, a esos hijos con la única intención de despejar las dudas sobre su hombría. En una rocambolesca manera de acabar con los rumores acerca de su homosexualidad, Alberto se lanzó a una desenfrenada carrera de conquistador para demostrarse a sí mismo que podía ser tan macho como lo fueron, y lo son aún, algunos de sus congéneres. Pero un principado montado sobre la farsa del glamur, personalizado primero en la princesa Grace y luego en su hija Carolina, no cuadraba con un príncipe ligón y con poco gusto, por cierto, de modo que hubo que buscar a alguna incauta que aceptara una vida regalada a cambio de ofrecer hijos al principado y mantener la boca callada.

Seguramente, el príncipe Alberto hubiera preferido seguir soltero y ceder, en su día, su puesto a alguno de sus sobrinos. Carolina hubiera sido la transmisora de los derechos a través de su hijo mayor, Andrea, pero éste, diletante de la vida, chico frágil y hombre triste y poco interesado en los asuntos del poder, no parecía el adecuado. Una sucesión complicada para un país, Mónaco, sobre el que siempre pende el riesgo de que un mal gobierno acabe con su incorporación a Francia. Mónaco vive de dejar vivir en su territorio a fortunas escondidas y ser refugio de negocios invisibles, así que los realmente interesados en que el principado siguiera siendo su paraíso, acabaron por obligar a Alberto a que arreglara su vida. Y, en esas, apareció Charlene.

La exnadadora acabó aceptando un acuerdo que la convertía en princesa, sin más obligaciones que la de dar un heredero y aparecer en los fastos monegascos. Como tenía, y aún tiene, las espaldas muy anchas cargó con su responsabilidad y, una vez superadas las dudas y el miedo escénico que la llevó a huir de principado en varias ocasiones, una incluso a pocas horas de su boda, acabó casada. La boda se celebró el 1 de julio de 2011 y tres años y medio más tarde, el 10 de diciembre de 2014, nacieron los gemelos Jaime y Gabriela. Ya el hecho de tener dos hijos a la vez permite especular que en la fecundación intervinieron más de dos personas, es decir, que fue un embarazo programado para asegurar el tiro y acabar en un solo parto con la obligación de dar hijos al trono. Los niños, que ya han cumplido tres años, son ahora la joya de la corona, y su madre cumple intermitentemente con sus funciones como primera dama con pocas ganas pero quizá ella es así. Mientras tanto Carolina, que ya sacrificó su vida de viuda en la Provenza por acompañar a su padre en sus últimos años, sigue siendo el puntal sobre el que se apoya su hermano para seguir vendiendo al mundo una imagen de país de cuento.