Mónica Hoyos no era, ni de lejos, santo de mi devoción. Acudía a los platós investida de una ridícula dignidad que la convertía en un personaje caricaturesco y antipático. Ella no salía de ahí porque se había acostumbrado a caer mal. La frase que la gobernaba bien podía ser esta que repetía mucho mi amiga Geles: “Estoy tan hecha a perder que ganar me incomoda”. Sin embargo, tras su paso por ‘GH VIP 6’ he acabado cogiéndole cariño.

He visto a una mujer profundamente equivocada que se enfrenta a sus emociones a machetazos. Ella cree que piensa pero no lo hace. Porque si se parara a reflexionar solo un poquito se daría cuenta de que la vida no es ese río revuelto en el que permanentemente se desenvuelve. No es que vaya a promover ahora la canonización de Mónica Hoyos, pero tampoco me late destrozarla sin compasión. Llegó al plató de ‘GH VIP 6’ desnortada y fue muy significativo el abrazo que me dio al llegar. Pedía a gritos calor humano, un clavo emocional al que agarrarse para no caer en la desesperación después de haber sido derrotada por Miriam.

Mónica es una perdedora y a mí me gustan las perdedoras, entre otras cosas porque a las triunfadoras les falta en la mayoría de las ocasiones generosidad. El carácter de Mónica es proclive al clasismo, a la cursilería, a la megalomanía y a un montón de cosas feas más, pero no creo que sea un caso irrecuperable.

La Hoyos me produce ternura porque durante varios años lleva asistiendo a su lento pero inexorable deterioro profesional, y eso no hay mente que lo aguante. Por eso la aparición de ‘GH VIP’ ha sido providencial para ella. Ha dejado al descubierto sus debilidades y se ha convertido en una mujer normal, con los miedos e inseguridades de toda hija de vecino.

Al acabar el programa, ya en chándal y con el abrigo puesto, subí al camerino a agradecerle su paso por el concurso. Pese a los continuos abucheos del público, se inmolaba semana tras semana para que el espectáculo pudiera continuar. Ha sido una kamikaze y eso me gusta. Debería haber llegado a la final. Espero que de una vez por todas se dé cuenta de que, pese a ella, hay gente que la entiende. Le queda, eso sí, una ardua tarea por delante: dejar de ser Mónica Hoyos para ser feliz.