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He vuelto, como ya escribí semanas atrás, a las aplicaciones de ligue. Paso mucho tiempo en ellas, sí, pero también lo he pasado en los bares. Las aplicaciones son los bares de nuestro tiempo pero donde esté un buen bar que se quite cualquier aplicación. Las cosas como son. En las aplicaciones te pasan cosas curiosísimas. A mediados de semana empecé a charlar con un muchacho que estaba a nueve kilómetros y medio de mi casa. “Estamos muy lejos”, me escribió él. Tanto, que dejó de escribirme porque la distancia le parecía insalvable. Menos de diez kilómetros le parecían una eternidad. El muchacho, eso sí, era más joven que yo. Algunos años, quizás más de quince. Estaría preso de alguna urgencia, qué sé yo. El caso es que su razonamiento me pareció muy propio de su edad. Cuando eres muy joven y te quema el ardor, diez kilómetros te parecen una lejanía, un viaje de Madrid a Sídney. Cuando tienes mi edad te encuentras un sábado por la tarde en casa valorando iniciar una relación con alguien que te ha escrito desde ocho mil kilómetros de distancia. Conforme van pasando los años, las ilusiones están por encima de los kilómetros.