Cuando la reina Sofía posó por primera vez en julio de 2004 en Palma con su nuera Letizia, que iba con gafas de sol y amplia visera, le ordenó en un susurro perfectamente audible “¡quítate las gafas”. Letizia obedeció inmediatamente, aunque todo vieron que por sus ojos pasaba una sombra de disgusto. En aquella época la reina Sofía era la jefa del clan y Letizia se debatía entre el desconocimiento del protocolo, el miedo a quedar mal y su personalidad, rebelde y sincera. Y aunque se vio obligada a someterse a su suegra, se dejó puesta conscientemente la gorra con una visera que ocultaba parte de sus rasgos y dificultaba el trabajo de los fotógrafos. Sofia la miro de reojo, pero ya no se atrevió a decirle nada.
Por eso el detalle de las gafas de sol que lucieron los reyes en el funeral del Papa Francisco no es un asunto nimio. De hecho, ha sido lo suficientemente importante como para que Casa Real, que no suele salir al paso de los comentarios, por malintencionados que sean, se haya apresurado a aclarar que “llevar gafas de sol era una recomendación del mismo Vaticano”, aunque lo cierto es que en la práctica casi únicamente Letizia y Felipe hicieron caso a este consejo, ya que el resto de los mandatorios iban a cara descubierta. Los invitados hablaban, sonreían, se inclinaban para charlar con los de atrás, pero el rostro de nuestra reina, sentada, con gafas negras, mantilla negra, vestido negro y medias negras bajo un sol inmisericorde fue de un hermetismo e inmovilidad absolutos. En un momento dado alguien debió advertirles de los comentarios de las redes sociales porque ambos se quitaron las gafas al mismo tiempo, cuando pasaba el féretro de Francisco. Felipe se persignó, pero Letizia, como es habitual, no lo hizo.
Incapaz de fingir
Tampoco se santiguó en la capilla ardiente, ante el cuerpo del Papa, algo que, a mi entender, la ensalza porque en estos veinte años de exposición pública si algo tienen que reconocer sus enemigos es que Letizia lleva la autenticidad por bandera, no es hipócrita y es incapaz de fingir. A mis ojos es una gran cualidad, aunque muchos lo considerarán un defecto por pensar que una reina tiene que mantener su neutralidad por encima de sus ideas y apetencias personales. ¡Y el día del funeral en el Vaticano Letizia estaba manifiestamente incómoda! Desde que salió de la embajada no se vio que dirigiera la palabra a ninguno de los miembros de la delegación española, ni a Feijoo, ni a las ministras, y al llegar a la plaza de San Pedro se cogió con fuerza del brazo de su marido, al que siempre se ve aplomado y sereno. ¡Se agarró con la desesperación del náufrago que encuentra una tabla en medio del mar, no se sabe si apoyándose, protegiéndose o simplemente buscando una calidez y camaradería que no encontraba en el resto de los asistentes!
Entre todos ellos quizás al que menos tenía ganas de ver era a Donald Trump, pero tuvo que saludarlo y ahí donde la reina Sofía hubiera esbozado una sonrisa y deslizado algunas palabras amables, Letizia se limitó a estrechar su mano con un rictus de indiferencia en el rostro. Después saludó a su mujer de una manera que solo puede definirse como “gélida” hasta el punto de que Melania, que tampoco es un prodigio de amabilidad, se quedó desarbolada sin saber qué hacer. Más tarde, en la misa, al dar la paz, Letizia miró para otro lado. A Melania y Donald no les tendió la mano, besó a su marido y no se sabe si saludó al presidente de Ecuador, que estaba a su lado, o a la reina Mary de Dinamarca, dos puestos más allá, porque hay que decir que la retrasmisión de la Rai, que es la que vimos en nuestras televisiones, estaba centrada en Trump y señora y todos los demás invitados eran meras comparsas que no merecían ni planos ni atención.
La reina Letizia estuvo espléndida el jueves en la entrega de los premios de la editorial Barco de Vapor e hizo un discurso bellísimo, se refirió a los “niños que no encajan en el mundo” y a la “literatura como protesta ante las insuficiencias de la vida”. Sin embargo, dos días antes, en la fiesta del Cervantes, algunos asistentes me comentaron que, aunque apareció alegre, de pronto su gozo se esfumó y se la vio con una expresión preocupada, que ya no abandonó en toda la velada. ¿Le había llegado quizás un soplo de la decisión de la fiscalía chilena de desestimar la demanda que habían puesto para proteger la privacidad de Leonor que se haría pública el miércoles? Y es que Letizia es reina, pero ante todo es madre y estoy convencida de que el presente de sus hijas, tan distinto al que ella tuvo, le quita el sueño y el humor.
Desearía protegerlas, Leonor y Sofía no dejarán nunca de ser sus hijas, pero son algo más que eso: una, la futura reina, y la otra “el recambio”, como se llaman a si mismos los príncipes segundones de las familias reales. Ambas van a estar al servicio de la institución y, por mucho que lo tengan asumido, no deja de ser muy difícil para unas chicas que no tienen ni veinte años, y cruel y doloroso para una madre. No me extraña que estos sean tiempos complicados para Letizia.
No creo que le queden ganas a la pareja real de volver a demandar para proteger a sus hijas, saben que ya no pueden volver a utilizar esa bala. Como dicen en la película Un tranvía llamado deseo, no les queda más remedio que confiar en la bondad de los desconocidos (y de los periodistas).