Cuando vivía en el centro de Madrid temía la llegada del pasado puente porque significaba el pistoletazo de salida de las fiestas navideñas. Llevar a cabo las acciones propias del día a día se convertía en un puritito infierno. Riadas y riadas de gente con pelucas de diversos colores invadían las calles, los padres con los niños atascaban las inmediaciones del Cortilandia, los restaurantes hacían sus agostos con las cenas de empresa y los parkings eran incapaces de asumir tanto coche. Caos absoluto. Supongo que todo seguirá igual.

Si ya de normal me cuesta ir al centro, durante estas fechas no lo huelo ni en pintura. Pero me gusta saber que la gente se tira a las calles, que los teatros están a rebosar, que la vida campa a sus anchas e intenta ser más feliz de lo habitual. Me pasé años odiando estas fechas y con mi experiencia os digo que no compensa. Es mucho más fácil dejarse llevar por el vendaval de celebraciones que resistirse a ellas. Piensa que este año también pasarán y que cuando finalicen respiraremos aliviados. Pero estos jodidos días no sé qué tienen que consiguen encogerte el corazón y hacer que lata de una manera más especial. Más algodonosa, diría yo. Quizás más cursi, sí. Pero también de otra manera distinta a lo habitual. Celebremos, pues. Cuanto antes empiecen, antes acabarán.