Ando estos días un poco revuelto. El lunes grabo en mi casa el programa de Bertín Osborne, y como en sus entrevistas se habla mucho de la infancia estoy revisitando la mía para refrescar la memoria. Y me he dado cuenta de que volver a ella no me hace especialmente feliz. Para mí no fue esa etapa tan idílica que tantos añoran. Nací en el 70, con Franco vivo. Recuerdo que, cuando murió , tenía yo 5 años, varios amigos del bloque jugamos a reproducir lo que veíamos en la tele: riadas y riadas de gente pasando por delante del cadáver para darle su último adiós. En el rellano del séptimo uno hacía de Franco tirado en el suelo y los demás dábamos vueltas en torno a él.

Era aquella una España triste, cargada de absurda moralina y miedo a todo. Qué coñazo las semanas santas, que no se podía poner la poca tele que había –recordemos, sólo existía un canal–, ni la radio, ¡ni cantar!, porque estaba muy mal visto. Qué aburrimiento el temor que se le infundió a la gente y que caló de manera muy honda en mi padre, que evitaba siempre hablar de política. “Tú no te signifiques”, le decía mi abuela materna a mi tía, lo que quería decir que bajo ningún concepto se quejara en el trabajo, que no fuera una voz discordante. Que se aborregara, en definitiva.

Crecí bajo las órdenes de un padre severo que en los estudios no me dejaba pasar ni una porque quería que consiguiera lo que él no logró: estudiar en la universidad. A esa tensión se le sumaba la angustia de sentir, en esa España gris, que me gustaban los niños en vez de las niñas. Cuarenta años después sigo recibiendo el mismo tipo de insultos. Cuarenta años después sale Pablo Casado diciendo que el aborto no es un derecho. Cuarenta años después seguimos en el mismo punto que hace cuarenta años. Y, en mi caso, lo malo no es que ya no me quedan fuerzas para discutir, sino que no quiero desperdiciarlas en debates que no deberían ni producirse, porque la libertad no se discute, se alcanza. Y, una vez conquistada, no deberíamos cometer la irresponsabilidad de ponerla en duda.