Hace muchos años que uno de mis consuelos con respecto a Rocío Carrasco fue saber que esta gran familia que no conoce la gente estaba a su lado para protegerla y no soltarle la mano. Me refiero a su familia no mediática y no a los que en vida de su madre decían que la querían tanto y no se lo han demostrado. Rocío ha demostrado que tiene familia. Una familia que de verdad quiere en estos momentos a su lado y que la han apoyado en el peor momento de su vida. Reconozco que no conozco muy bien a esas personas, pero sí que he coincidido con algunos en momentos puntuales. Hablo, por ejemplo, de su tita Ani, con la que me lo pasé divinamente en la boda de Rocío y Fidel. Ver a esa familia sencilla, humilde y a algunos de ellos ya muy mayores abrazarla, besarla y siendo tan cariñosos con mi ‘hermana’ me emociona. Hace unos meses, Rocío ya dijo que no vivía con miedo y algunos se sorprenden e incluso hablan de dureza en sus palabras. Yo hablo de claridad y de llamar a las cosas por su nombre y no disfrazarlas. Hay veces que cuando uno hace eso los demás lo reciben como algo duro y dañino. El que comete un delito paga su condena y después está libre. Ella cometió el error a los dieciocho años y a los cuarenta y cinco que va a cumplir sigue pagando con ello. ¡Qué condena tan larga!, ¿no? ¡Qué condena para toda la vida! ¿Es eso justo? Se habla de justicia y del daño que reciben los otros, pero se ignora siempre el daño que recibe ella desde que cometió ese error al cumplir su mayoría de edad. El error de que se cruzara en su camino el ‘ser’, como ella lo llama, o el padre de sus hijos, como siempre lo he llamado yo. ¿Podrá estar libre alguna vez de esa condena? ¿Seguirá pagando el resto de su vida? Pues ojalá que no, porque hasta los asesinos cumplen su condena y salen a la calle.