En Madrid, a principios de los noventa, todo se celebraba, yAna Obregón y Alessandro Lequio alquilaron el local de moda, Archy, para inaugurar el gimnasio que habían puesto en la calle Serrano. Estaba todo el mundo, en esa mezcla típica de aquellos años: faranduleros, putas y periodistas en confuso montón. Corrían las copas, pasabas la mano por los lavabos y te quedaba blanca, sonaba música de Madonna y todos nos sentíamos guapos, ricos y famosos. Los que más, la pareja de oro, Ana y Dado. Siempre me acuerdo de ellos dos esa noche como el epítome de la juventud, del glamur, de la alegría de vivir, como símbolo de una época. Ana reventaba de felicidad, llevaba un vestido negro, largo, con una raja casi hasta la cadera; la melena suelta; grandes pendientes; labios rojos... ¡Se parecía a Rita Hayworth! Dado era como una estatua de Miguel Ángel con traje de Collado. Se abrazaban para las fotos en una mezcla perfecta de marketing y pasión. Los hoyuelos de Ana eran tan encantadores que te daban ganas de abrazarla también.

Ana Obregon Alessandro Lequio

Se me acercaron –olían a perfume caro– y me besaron. Todo el mundo se extrañó. ¿Cómo?, ¿a esa periodista de provincias distinguiéndola del resto? Me susurraron, sin que nadie los oyera: “Mañana vas a ver a Antonia, ¿verdad?”. Asentí. Ese mismo día había estado con ellos. Ana se mostraba enfurruñada porque tenía la puerta llena de fotógrafos: “He ido a hacer pipí al lavabo y ha entrado uno”, pero cuando miraba a Dado se le iluminaba el rostro como si llevara una bombilla dentro. ¡Jamás he visto a ninguna mujer tan enamorada! ¡Hasta hablaba con acento italiano! Entonces acababan de tener a su hijo y vivían en la lujosa casa de ella en La Moraleja. Él, ese día, llevaba una toalla alrededor del cuello, acababa de dar una clase de defensa personal, estaba sudado y se desnudó con desenfado antes de entrar en la ducha. Lo vi entero y verdadero y entonces comprendí muchas cosas...