Conocí mucho a los duques de Sevilla en los 80, en Marbella. Francisco de Borbón y Escasany era medio catalán, muy atractivo, primo lejano del rey y trabajaba en Miami en una cosa aburrida e importante.

Ella era Beatriz von Hardenberg, una condesa alemana que competía con Gunilla en el plano social, pero que en la intimidad era una bohemia que pasaba de todo, inteligente, mística y una animalista convencida –cuando nadie lo era– que se paseaba por Puerto Banús con un cerdito atado con una correa. Daba unas fiestas en su casa en los Altos de Salamanca, decorada en azules, que terminaban de madrugada con un grupo flamenco, y Paco, que era muy divertido, reñía a su mujer: “Pareces un general prusiano, solo Pilar baila peor que tú”.

Recuerdo que estuve en la primera comunión de sus hijas Olivia y Cristina, unas niñas monísimas y educadas, y fue la primera vez que comí pescado crudo. Aquella familia, como tantas, se rompió. Ahora más: Cristina, la chiquilla de largos cabellos y expresión dulce, ha muerto. Pobres padres, qué tristeza tan grande.