¡Ay, aquella Marbella de vino y rosas en la que pasé diez veranos de mi vida! Empezaba la temporada con el cumpleaños de Jaime de Mora y Aragón, un año salieron volando unas pobres palomas del pastel que fueron despedazadas por los ventiladores del techo, bañándonos a todos en plumas y sangre como en una película gore. Y terminaba con la fiesta de la Cruz Roja, donde la exemperatriz Soraya, la de los ojos tristes, se cogía unas cogorzas descomunales y acababa en brazos de algún camarero.

Mi especialidad eran las entrevistas ebrias de madrugada. En un tablao pillé a Antonio González, el Pescaílla, marido de Lola Flores. Me contó (en catalán) que con Lola no tenía sexo, que eran como hermanos, y terminó pidiéndome dinero para un taxi. Mi jefe tituló la entrevista “El Pescaílla ya no mueve la cola”. Al cabo de pocos días me encontré a la Faraona en el casino, ¡tierra trágame! Ya iba a camuflarme de ficus cuando me descubrió, vino y me dijo sin ningún circunloquio, “!tú, hija de…!, la próxima vez que hables de la cola de mi marío, te reviento la cabeza”.