Viernes 27 de abril. Voy a Sevilla con mi libro debajo del brazo en el vuelo VY2252, que tiene su salida de Barcelona a las diez y cinco de la mañana y lleva un retraso de narices. Los pasajeros se alborotan. Uno de ellos recorre arriba y abajo nerviosamente el aeropuerto, se mete en el duty free, sale, se apoya en la pared, cabizbajo y meditabundo, hasta que un chico grita: “¡Es Paquirrín!”.

Sí, es el hijo de Isabel Pantoja, Kiko Rivera, con sus pantalones caídos y su mítica gorra al revés. Cuando ve acercarse a los fans, los espera con cierto temor. Pero luego saca a pasear una sonrisa más forzada que esclavo en galeras y posa haciendo la señal de victoria. A esta foto suceden otras, idéntico gesto, idéntica sonrisa, y cuando todos se cansan, regresa a su expresión taciturna y su caminar incesante. ¡El vuelo tarda cuatro horas en salir! Lo observo. Habla por el móvil. Otras veces parece que dialoga consigo mismo y alza los hombros, mueve la cabeza.

En la fila, su mujer, Irene –que lleva un cochecito de bebé–, lo mira con preocupación, le llama, él no le hace caso y continúa su paseo inacabable, durante cuatro horas. Los pasajeros nos amotinamos un poco. Hay alguna voz airada. Kiko, desde lejos, levanta los brazos y grita: “¡Que salga ya!”. Los que no lo habían reconocido, ahora lo señalan con el dedo, ríen, corean: “Kiko, Kikoooo”.

Él, otra vez, hace la señal de victoria. Creo que solo yo advierto la profunda desesperación de su voz, la desolación y tristeza de su mirada. Pero una señora a mi lado susurra compasivamente: “A este chico le pasa algo”. ¡Y sí le pasaba!