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Santana y Mila en Marbella
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famosos  · Mila Ximénez

Así era la Marbella donde nació el mito de Mila

Pilar Eyre

Actualizado a 30 de junio de 2021, 06:40

Marbella era un cruce de caminos entre pícaros y vividores, niños mal de casa bien, árabes millonarios y prostitutas muy caras. Marbella era la cuna del peluquín, la silicona y las prótesis mamarias. Las mujeres y los hombres llevaban tanto oro encima que si hubieran osado meterse en la piscina del Marbella Club se hubieran ido al fondo sin remisión, pero no había peligro porque nunca vi bañarse a nadie, ya que íbamos al Marbella Club a beber ‘bull shot’, que era nuestro alimento diario, y a intentar escribir nuestra crónica periodística.

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Especie de Sodoma y Gomorra del siglo XX

La gente elegante de verdad solo iba a Marbella de paso, como quien visita las zonas canallas de las ciudades; su lugar natural era Mallorca, esa cosa fina de los barcos y las regatas a los aledaños de don Juan Carlos que, sin embargo, estaba siempre con el ojo puesto en Marbella, donde tenía palacio uno de sus ‘señoritos’, el rey Fahd. Iba a verlo muchas veces en helicóptero, pero no lo dejaban bajar en Marbella para que no se contaminase del ambiente pecador de aquella especie de Sodoma y Gomorra del siglo XX. Era tal la fama que recuerdo a mi madre alarmada: “No comas nada que no hayas cocinado con tus propias manos”. Teníamos de todo. Nuestro malo oficial, un millonario que había conseguido su fabulosa fortuna vendiendo penicilina caducada para los enfermitos durante la posguerra; el hermano golfo de una reina que hasta entonces había sobrevivido practicando lucha libre, tocando el piano y subastando “recuerdos personales” de Fabiola; una princesa alemana, sí, pero sin un duro, que llevaba una vida tan frugal que convertía los tambores de detergente en mesitas de noche; y un príncipe de dudoso origen al que dábamos el tratamiento de alteza real porque también queríamos presumir de nuestros propios aristócratas.

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Santana y Mila en Marbella

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Su fulgor le venía por su pareja

Más que a Lola Flores, veíamos al Pescaílla en los garitos de la noche; se daban cenas a base de caviar iraní a cucharadas; “se perdía la calma con la cocaína”, cantaba Sabina; una condesa amiga mía paseaba a su cerdito por Puerto Banús; al bailarín Antonio lo echaban de los restaurantes porque había aireado públicamente sus amores con la duquesa de Alba y, cuando llegaba Antonio Arribas –¡señoras, cuerpo a tierra!–, nadie se libraba del poder de seducción de este hombre feo, pobre y encantador, que había ligado con absolutamente todas, desde Lolita a Carmen Ordóñez, desde Linda Christian a cualquier periodista que se le pusiera a tiro. Y en medio de toda esta fauna se asentaba Mila. Su fulgor, no nos engañemos, le venía por su pareja; no por ser director tenístico de Puente Romano, que no era mucho, sino por ser el gran campeón de tenis que había sido en una época en la que, deportivamente, en lo único que resaltaba España era en fútbol.

Mila Ximénez y Manolo Santana

Gtres

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Se la disputaban en las cenas de postín

Santana vivía con su anterior mujer, Fernanda, y varios niños; tenía una sonrisa de dentadura ingrata y nada hacía presagiar que todo saltaría por los aires, dentadura incluida, cuando conoció a Mila Ximénez. Estuvieron un año juntos en Marbella sin casarse y, según me contó luego Mila, fue la etapa más bonita de su relación porque, saliendo de unos amores tormentosos, se había sentido amada y respetada. Santana jugaba con Adolfo Suárez, y esa proximidad trajo muchas otras. Halagada por todos, mimada, privilegiada, Mila –tan mona, tan simpática, tan educada– era la cara amable de la vida, se la disputaban en las cenas de postín. La sentaban al lado de Alfonso de Borbón, entonces separado de Carmen Martínez-Bordiú. “Como le habían dicho que Manolo y yo no estábamos casados, no abrió la boca hasta el postre, en que dijo adiós”, me contó. 

 

Mila Santana y Alba

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Las amistades desaparecieron

Si tenían que organizar una cena con don Juan de Borbón, recién operado de laringe, la llamaban a ella, solo ella parecía descifrar su hablar intermitente. Pero... la pareja se rompió y, de repente, todas esas amistades desaparecieron. ¡Los teléfonos dejaron de sonar y dejaron de invitarla a las fiestas! En las tiendas, donde antes la recibían con deferencia, tuvo que hacer cola como todo el mundo; de pronto nunca había sitio en los restaurantes; le volvían la cara por la calle... Manolo quiso volver con ella. Y, para que viera que iba en serio, le propuso matrimonio. Ella lo quería –a mí me dijo varias veces: “Lo amaba con locura”–, y sin él se sentía sola y desprotegida. Se casaron. Tuvieron a Alba y un perrito llamado Madison, porque lo compraron en esa avenida de Nueva York. Vivían en una casa fabulosa, tenían ‘nanny’ y cuatro personas de servicio, y ella volvió a ser el perejil de todas las fiestas. “¡Que venga Mila!”, era la consigna, pero nunca pudo olvidar ese año que había estado fuera y que la habían tratado como basura. 

 

Mila Ximénez años 80

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"Marbella es muy hipócrita"

Como decía la feminista estadounidense Betty Friedan, a la que quizás había leído Mila porque era persona ilustrada: “Las mujeres que lo tienen todo (dinero, marido e hijos) a menudo se sienten vacías... Es el malestar que no tiene nombre”. Y ese malestar que no tiene nombre la hacía estar desasosegada y aburrida. “No me fío de nadie... Marbella es muy hipócrita”, se quejaba ante mi magnetofón. La primera vez que salió con Antonio Arribas yo también estaba, y a los cinco minutos ya los vi irremediablemente perdidos. Fuimos a cenar a la pizzería del Puerto y él, sin mirarme, nos hizo una seña para que nos fuéramos (y le dejáramos dinero para pagar la cuenta). Mila no se escondió nunca. Mientras otras se encontraban con sus amantes en un apartamento en el Ancón, ella iba de frente y se paseaba de la mano de Antonio. Le hicieron el vacío de nuevo, pero esta vez no le importó porque siempre los había considerado ajenos.

Mila Ximénez Marbella

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Uno de sus renaceres

Nos sentábamos en el restaurante de Menchu al lado de Pitita, que fingía no verla, y ella echaba largas volutas de humo hacia la noche y me contaba que su Dios no tenía nada que ver con el de Pitita: “Es un Dios generoso, que me sirve de apoyo...”. La maledicencia la había convertido en el epítome de la frivolidad. Siempre salía en las fotos riéndose con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra como si su vida fuera una juerga perpetua. Protestaba: “Soy una persona muy solitaria, estoy mucho en casa, hago poemas, escribo... No tengo amigos”. A raíz de esta entrevista, el diario ABC la nombró personaje de la semana “por su viaje espiritual” y Luis María Anson le propuso una colaboración semanal. Fue uno de los muchos renaceres de una mujer irrepetible.

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