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No he podido tener mejor plan en Semana Santa: disfrutar de Bilbao, de su gente, actuar en el Arriaga y que mi madre y mi sobrino vinieran a verme. Lo de mi sobrino tiene delito: todavía no había visto la función, cosa que le perdono porque por cuestiones de trabajo se pasa la vida entera dando brincos por el mundo. “A ver si te piensas que eres el único que trabaja”, me suelta sin vaselina. Nadie como un miembro de tu familia para ponerte las pilas. El sábado le confundieron con P. en el patio de butacas del teatro. Se lo tomó con humor. El viernes aproveché para almorzar con Josean, uno de los primeros amigos que hice al llegar a Madrid. También trabaja en la tele. Me conoció siendo anónimo así que mi popularidad no le impresiona lo más mínimo: cuando toca, me canta las cuarenta a bocajarro. Se lo permito y, al mismo tiempo, se lo agradezco. Hemos prometido vernos más a menudo en Madrid. Tenemos que cumplirlo. Después de almorzar nos vamos a echar la siesta. La edad, que no perdona. Antes hubiéramos continuado de bares pero yo tengo función y toca descansar. Qué teatro el Arriaga y qué público. Una maravilla. Qué cariñosa la gente, qué respetuosa. El sábado aprovecho para firmar libros y una señora me confiesa que el día anterior se plantó sola en el teatro: “Hace cinco meses que enterré a mi marido y quiero darte las gracias porque durante dos horas me olvidé de todo”. El sábado, antes de salir a escena, me dice mi madre en el camerino: “Un veintiséis de marzo como hoy enterramos a tu padre”. Esa noche nos sale una función redonda y el teatro se viene abajo. Y yo, que a esta edad necesito creer en el algo, creo que mi padre está pendiente de nosotros allá donde esté.