El sábado, día de mi santo, voy al supermercado. Mientras hago cola aparece una chica que me dice: “¿Me dejas pasar? Solo llevo esto”. Esto era una rosa de chocolate. “Claro, claro”, respondo. Me pongo a pensar en mis cosas –nada relevante, por cierto– y, cuando la chica acaba de pagar, se vuelve hacia mí, me da la rosa y me dice: “Era para ti. Feliz santo”. Me quedé sin palabras. Y ella, después de darme la rosa, desapareció. No pidió nada cambio. Ni un autógrafo. Ni una foto. Nada. A lo largo del fin de semana he pensado muchas veces en ella. Sobre todas las cosas buenas que ha provocado en mí ese gesto. Desde aquí, gracias. Ya te las di, pero con la timidez que me caracteriza. A mí esas muestras de cariño me dejan muy desarmado. Y creo que ese tipo de gestos siempre aparecen en el momento en que, por algún motivo, los necesitas. O quizás sean el preludio de algo. O, simple y llanamente, que en el mundo hay gente con muy buen rollo. Y, aunque nos cueste, hay que salir a la calle para comprobarlo.