Lydia Lozano es un clásico, es intocable, el público la adora

Lo vaticinó hace años y, como siempre, no se equivocaba. Lydia es un género no en búsqueda de autor porque no lo necesita. Es un género autosuficiente que se alimenta de ella misma y la audiencia la devora con gusto porque nunca se sacia. Lydia Lozano ha traspasado el umbral de lo perecedero para convertirse en un clásico y los clásicos, ya se sabe, son intocables. Si quieres echarte a la audiencia encima, ataca a Lydia. No te lo perdonará. Es más, te convertirás en objeto de virulentos ataques y críticas desmedidas. 

Si Lydia Lozano fuera una auténtica H.D.P. los demás podríamos escudarnos en que es mala persona para cargar más bilis sobre ella y así aplacar nuestras malas conciencias. Pero es que Lydia no es mala compañera, ni mala persona, ni enrevesada ni resentida. Quizás algunas veces sea torpe o peque de ingenua, pero es la trabajadora que toda cadena de entretenimiento mataría por tener.

A sus casi 60 años, conserva la ilusión intacta. No conozco a otra profesional que ame tanto su trabajo. El hecho de que en el mundo de la televisión afirmes que amas tu profesión se ve con cierto desdén porque das por sentado que te pierde la vanidad y el orgullo de que te vean. Pero en el caso de Lydia es que disfruta con toda la liturgia que conlleva el oficio: el maquillaje, la peluquería, la elección de vestuario, participar en el plató, remar siempre a favor de obra. Escribo estas líneas porque he visto trozos sueltos de lo que sucedió el viernes en ‘Sálvame’, y hay veces que creo que la juzgamos en exceso.

Ella se deja porque lo considera parte de su trabajo y porque tiene más paciencia que el santo Job. Pero otra en su lugar nos hubiera enviado a tomar por donde amargan los pepinos hace miles de años. Pero Lydia, no. Porque quizá sea la que tenga más claro qué significa trabajar en televisión. 

Porque trabajar en este medio supone aceptar que te va a tocar tragar muchos sapos públicamente, que te van a ver perdiendo la dignidad, que tendrás que hacer cosas que no te gusten y que te hagan sentir ridículo. Pero que, al fin y al cabo, las harás porque no queda otra. Este negocio es así. No hay vuelta de hoja.

Porque los que trabajamos en televisión somos –queramos o no– partícipes de un entramado en el que tanta –o tan poca– dignidad tiene el que decide arremangarse hasta el fondo como el que intenta hacernos ver que lo contempla todo desde una cómoda barrera. Es más: creo que tiene más dignidad el que no tiene reparos en revolcarse en el fango con tal de que la obra llegue a buen puerto.

¿No llegan a casa los mecánicos con las manos manchadas de grasa? ¿Los pescaderos con olor a pescado? ¿Los gimnastas con callos en las manos? ¿Por qué no vamos a llegar nosotros a nuestras casas manchados de barro? ¿Acaso somos seres inmaculados? ¿Nos creemos especiales? ¿O pensamos que la televisión –sea del tipo que sea– no deja mancha?

No hay trabajo que implique mayores dosis de desvergüenza que el televisivo. Si todos los que trabajáramos en ella tuviéramos un mínimo de dosis de sentido del ridículo, jamás nos atreveríamos a ponernos delante de una pantalla. Salir por la tele es ridículo en sí mismo. Nos maquillamos como puertas. A veces, parece que vamos a una boda, bautizo o comunión. Mejor que no lo pensemos porque si no abandonaremos los curros y las cadenas se quedarán sin incautos que acepten poner sus caras y sus cuerpos ante una cámara.