El jueves a las ocho de la tarde dábamos por supuesto que Isabel Pantoja abandonaría ‘Supervivientes 2019’ en el transcurso de la gala. Nos concienciamos para ello porque había confesado su intención de largarse, y dábamos por sentado que esa sería su última noche en el programa. Entendí que, llegado el momento, tampoco debía presionarla en exceso para que siguiera. Si esa era su decisión poco podría hacer yo, y más teniendo en cuenta que ya había estado con el pie fuera en varias ocasiones. Empezamos el programa y durante el juego de localización se la veía cabizbaja, poco participativa, ajena a la alegría que le produjo ganar al resto de compañeros y sin mostrar un ápice de emoción por la barbacoa que iba incluida por hacerse con la victoria. Ya en la palapa, lloros sinceros y congojas superlativas. No olvidemos que es una folclórica y que lleva al extremo sus dramas y sus sinsabores. Se vino un poquito arriba cuando la salvó el público, descendió de nuevo a los infiernos con la marcha de Chelo García Cortés –la despedida de las otra vez amigas es uno de los hits de la edición– y resurgió como solo sabe hacerlo una primera dama de la escena cuando se convirtió en líder de su grupo. Yo estoy dispuesto a hacer lo que sea para que Pantoja llegue a la final: raparme el pelo, hacer el pino puente sin manos, presentarme a Eurovisión, e incluso volverme a circuncidar. Parece que, de verla semana tras semana en un reality, nos hemos olvidado de la dimensión que supone la participación de una estrella de sus características en un programa como ‘Supervivientes’. Le hemos dado naturalidad cuando televisivamente es un hecho histórico sin precedentes.