Pantoja no da puntada sin hilo y nos vende como casual una declaración que lleva perfectamente estudiada. En cualquier caso, ¿a quién le importa la verdad si tienes a Isabel Pantoja delante? No es eso lo que me interesa de ella –yo creo que ya de nadie, ni de un amante–, sino su impecable puesta en escena. La manera en la que maneja los silencios, las miradas, el movimiento de las manos, su afectación teatral de coplera eterna, sus lágrimas estratégicamente lloradas y esos guiños pretendidamente picarones que nos hacen gracia porque pertenecen a esa época en sepia en la que la palabra braga nos provocaba incontenibles ataques de risa.

Funciona mejor enfadada

Con la Pantoja, las he tenido de todos los colores. En mis programas se le ha dicho de todo y por su orden, y ella me ha dedicado cientos y cientos de esas miradas tan propias de padres severos que te dejan clavado en el sitio. Antes, esas miradas –como las de mi propio padre– me producían temor. Ahora, una mezcla de ternura y nostalgia. Pantoja echa mano de recursos archiconocidos para tener al personal a raya, pero cada vez le cuesta más porque la edad nos hace a todos más descreídos. Eso no quiere decir que caiga en el ridículo, no. Ahí radica parte de su grandeza. Continúa teniendo un increíble poder hipnótico y es complicado despegar la vista cuando toma la palabra. También es verdad que, cuando se relaja, tiende a ajardinarse. De ahí que sus mejores momentos nos los haya ofrecido con un cabreo monumental encima. En eso, se parece a Belén Esteban. Funcionan mucho mejor enfadadas como monas que felices. Es en ese registro donde ambas adquieren marcas propias de prima donna y donde son prácticamente imbatibles. El drama las favorece.