“Artista, antes era igual a putiplista”, me contaba Sara Montiel mientras se fumaba un puro; “una vez un productor intentó forzarme en mi camerino, y le pegué tal bofetón que se cayó al suelo; me amenazó, no volverás a trabajar en España”.

Lola Flores me confesaba que “el empresario siempre intentaba meterte mano y más cosas, era el peaje que tenías que pagar para que te llevara en la compañía”.

Carmen Sevilla, por su parte, admitía que “a pesar de que hubo muchos intentos de acoso y derribo porque yo era muy mona, conseguí casarme virgen con Augusto Algueró”.

Lina Morgan echaba mano de la ironía: “A mí no intentaron violentarme nunca, a pesar de mi belleza sobrenatural”, pero admitió que “había señores que invertían en el teatro por el derecho de pernada y vedetes que no tenían más remedio que dejarse”.

Pero el caso más trágico fue el de Pepa Flores, Marisol. Ella misma reconoció con amargura que “a los ocho años no era la niña angelical que todo el mundo creía… ya estaba más sacudida que una estera”. Desde que recorría los pueblos de España con cinco funciones diarias, Pepita sufrió tantos abusos que a veces no podía salir al escenario por tener el cuerpo lleno de cardenales. Terenci Moix me reveló que “su carrera fue un cúmulo de monstruosidades, una continua explotación, era compravendida como una esclava del zoco”. La misma Marisol habló de secuestro, vejaciones sexuales y maltrato en una entrevista estremecedora publicada en Interviú, “mi vida hasta que conocí a Antonio Gades fue una película de terror”, lo que la llevó a retirarse para siempre con 37 años. ¡Pero el oficio que esté libre del pecado de acoso sexual, que tire la primera piedra! ¡Otro día escribiré sobre aquel director de periódico y la pizpireta actriz! ¡Y lo del redactor de sociedad que…!