Jorge Javier Vázquez

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GARÓFANO

Uno tiene que aceptar que los 50 no son los nuevos 35, sino que son los 50 de toda la vida

Fue en ‘La casa fuerte’. Tenía que anunciar LOS40 Music Awards 2020 y en el ‘cue’ ponía “C. Tangana”. Pensé que mis compañeros me habían puesto la “C.” para abreviar e inmediatamente lo rebauticé como Cristian Tangana. El error dio que hablar, lógicamente, porque es que además acababa de llamar “Dua Lupa” a Dua Lipa. Pero este último error fue más por facilidad de pronunciarlo con la “u”, creo yo. Lo de Tangana me dio luego que pensar, porque hubiese jurado que se llamaba Cristian, y eso que en todos los sitios que he leído su nombre solo aparecía la “C.”. No sé, cosas que por alguna extraña razón registras en el cerebro de manera equivocada y que afloran en los momentos más inoportunos. Luego pensé mucho en el tropiezo. ¿Será lo mío cosa de la edad?

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Hace algún tiempo escuché a José Manuel Parada decir que la mayoría de la gente que aparecía en los ‘photocalls’ no le sonaba de nada. Por aquel entonces me pareció una deducción de señor mayor, pero es que yo ya voy por ese camino. A veces –demasiadas veces, diría yo–, me veo googleando nombres de actores y actrices que cuentan con millones de seguidores a los que, sin embargo, yo sería incapaz de reconocer si los viera por la calle. No es desprecio, es ignorancia. Y no me gusta. Es muy poco atractivo escuchar a una persona de 50 años demostrar una incultura enciclopédica sobre lo que está pasando en el mundo de la música o del cine. Pero es que uno también tiene que empezar a aceptar que los 50 no son los nuevos 35, sino que son los 50 de toda la vida. Mejor o peor llevados, pero los 50. Y pretender vibrar con la música con la que gozan los jóvenes me parece un poco ida de olla.

Llámame carca, pero para algo nos tiene que servir cumplir años. Entre otras cosas, quizá, para disfrutar de los que tenemos y no pretender recuperar los perdidos escuchando la música de nuestros menores. “¿Y por qué seguimos emocionándonos con los Beatles?”, puede espetarme un jovencito melindroso. “No es lo mismo, no es lo mismo”, responderé yo haciendo gala de una autoridad que me confiere la edad e intentando zanjar la conversación porque no encuentro argumentos válidos. Señal inequívoca, sí, de que irremediablemente me estoy haciendo mayor.

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