Cada vez que veo a esta persona aparecer en televisión se me revuelven las tripas. No me pasa sólo con ella. Me pasa con otras tantas. Señoras y señores de cierta edad que en su día gozaron de mucha relevancia en nuestro país y que ahora, relegados al olvido por el público que antes les adoraba, se dedican a despotricar contra la televisión actual. Pasean su sonrisa bonachona por platós y suspiran por un pasado que, según ellos, siempre fue mejor. Algunos críticos les dedican crónicas maravillosas y los ponen como ejemplos a seguir. Y a veces me dan ganas de contar que esas personas a las que seguíamos con devoción eran auténticas tiranas. Que maltrataban y humillaban a sus equipos. Que provocaron depresiones. Que empujaron a muchísimos compañeros a abandonar la televisión porque les hicieron creer que trabajar en este medio significaba acostumbrarse a convivir con la ansiedad y la desesperación. Ahora que empezamos a perder el miedo a denunciar los abusos sexuales, deberíamos perderlo también para empezar a señalar a aquellos que convirtieron las redacciones de televisión en campos de algodón repletos de esclavos maltratados.