Me he metido en la página web de una conocida marca de calzoncillos para ver si me animo a comprar unos cuantos pero no he logrado caer en la tentación. Soy un pedazo de torpe con la red. Antes no me compraba ropa porque siempre pensaba que iba a adelgazar; ahora, sin embargo, no lo hago porque no tengo tiempo.

Mi relación con la moda es bastante sui generis. Le he cogido algo de manía a la ropa por culpa de mi trabajo. Saliendo cinco veces a la semana en distintos programas significa veinte cambios al mes, más de doscientos al año. Detesto probarme y Roberto –mi estilista– y Maribel –mi sastra– tienen que inventarse múltiples engaños para conseguir que les dedique cinco minutos y puedan así jugar conmigo a los recortables. Por otra parte, como P. ha trabajado siempre en tiendas de moda detesta ir de compras. Su fondo de armario lo componen tres pantalones; lo demás, me lo coge prestado. No me importa. No le tengo especial apego a la ropa. Cuando era más joven no tenía dinero para comprarme la que me gustaba y ahora que podría hacerlo el cuerpo no me acompaña. Mi vida es así de trágica. Con ello no quiero decir que desprecie la moda: me gusta leer sobre ella, recrearme en los modelos que llevan las grandes estrellas, adivinar de qué diseñador son y por qué, escuchar a los especialistas. Pero me encanta que mi pareja vaya hecho un ligero cuadro a la hora de vestirse. Que no lo va, dicho sea de paso, porque todo lo que se echa encima le queda bien. No me parecen sexys los que van todos conjuntados o los ejecutivos. Para alimentar el morbo, donde esté el mundo obrero que se quite un mandamás.