Qué curiosidad me ha producido la marcha de Albert Rivera. Qué identificado me he sentido con él en muchos aspectos. Últimamente, se manejaba por la vida con trazas de suicida. Parecía no querer enterarse de que estaba perdiendo el norte, de que mezclarse con según qué compañías políticas le iba a pasar factura.

Nos endilgaba discursos broncos, cargados de resentimiento, incluso tenebrosos, diría yo. Disfrutaba sembrando la discordia con expresiones propias de peleas de callejón. Se veía venir que se iba a pegar la gran hostia y parecía que todo el mundo se daba cuenta menos él. Pero no.

Creo que, en realidad, él quería pegársela. Destruirse para volver a renacer en un hombre renovado y alegre, que es una característica que con los años ha ido perdiendo a marchas forzadas. Rivera no es que fuera un ser agriado es que lo estaba constantemente por cualquier motivo. Y eso agota. Y tener sobre tus espaldas el peso de tu España también porque es solo tuya y la pretendes imponer a los demás con una repetición que lleva al cansancio cuando no al hartazgo.

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Malú

Todos hemos acabado hartos de Rivera, él el primero. Ahora le queda su particular travesía por el desierto y rejuvenecer. Tiene cuarenta años y lo encuentro envejecido. Parece tener la edad de esos hombres que llevan pantalones amarillos en un yate. Le queda a Rivera una apasionante tarea por delante: la de darse cuenta de que la vida no es lo que él pensaba.

Si yo fuera él, me largaría a un país de sol permanente y me dedicaría a bailar bachata desde buena manaña hasta el ocaso. Necesita frivolidad a machamartillo y dejar de pensar que su presencia es fundamental para su España. Y, sobre todo, alejarse de toda esa gente con la que se ha fotografiado últimamente. Y no estoy hablando de Malú.