Lo de acabar los viernes por la noche en casa en pijama se está convirtiendo en una maldita tradición. La otra opción es salir, claro, pero el frío me enfría las ganas. Y luego otra cosa: que no tengo con quién.

Cuando estaba en pareja no cultivaba mi vida social y ahora llega el fin de semana y estoy más solo que la una. Mis amigos gais están casi todos emparejados y todavía no se le ha ocurrido a nadie organizarme una cita a ciegas, lo cual, en el fondo, agradezco. Y en cuanto a los heteros prefiero que en ese aspecto también se estén quietos porque los que a ellos/as les parece un encanto a mí me parece un tremendo horror. En cualquier caso, esas cenas preparadas para emparejar a desparejados me han olido siempre a mercado de abastos. Y luego está el tema de la popularidad, claro, que creo que no ayuda.

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Jorge Javier y Angel Garo

Cuando vivía en Badalona y empecé a salir por el ambiente gay no me importaba hacerlo solo. Es más, me gustaba. Siempre acababa pegando la hebra con alguien. Ahora me sentiría desprotegido y quizás un poco ridículo.

Lo que peor llevo de todo esto es la ausencia de ganas de tirarme a las calles. No tener predisposición. Esa inquietante falta de ánimo que me empuja a pensar que nada me va a sorprender. Y no quiero vivir así porque es el primer paso para hacerse mayor. Pensar que uno está de vuelta de todo es la clara muestra de que la vejez está entrando en tu cuerpo. Y no estoy hablando de la edad biológica. Una persona es joven mientras la vida le sigue produciendo curiosidad. Y en estos momentos, reconozcámoslo, soy un viejo. Feliz, pero viejo.

El miércoles me escribe el Maestro Joao un mensaje que me hace pensar: “Toma decisiones, provoca cambios, actúa. Suéltate, equivócate, enfádate, arrepiéntete, pero sé feliz”. Creo que le voy a hacer caso. Está siendo hora de volver a la calle. De rejuvenecer. Pero que llegue pronto el verano, por favor. (Repaso estas líneas en la sala de espera del aeropuerto antes de volar a Mallorca. Se me presenta un compañero de clase de bachillerato al que me cuesta reconocer. Charlamos y al despedirnos me dice: “Yo he envejecido y tú te mantienes joven”. Qué curiosas me parecen esas palabras después de lo que he escrito).