Almuerzo con Ágatha Ruiz de Prada en la Taberna Verdejo. Digo el nombre no porque nos invitaran –pagué yo- sino porque comimos muy bien. Y cuando uno disfruta en un sitio tiene que decirlo. Invité yo porque soy un caballero español que se viste por los pies y porque le debo mucho a Ágatha. Entre otras cosas, que hable con tanto cariño de Mila. Siempre que puede recuerda que no ha habido modelo en el mundo –incluida Naomi Campbell– que haya vendido mejor sus trajes. Traje que se ponía Mila, traje que Ágatha agotaba. Recuerdo a Mila desfilando vestida de la diseñadora con una cara de felicidad que es gloria bendita. Cuando llegué a Madrid, hace ya veinticinco años, Ágatha organizaba cada jueves en su taller una fiesta. El asunto se conocía como “Los jueves de Ágatha”, claro, y yo recuerdo haber ido a muchos y pasármelo muy bien. Coincidí en ellos con Octavio Aceves y con Massiel cuando era Massiel, no esa señora en la que se ha convertido ahora y que no reconozco. Una mujer que se envenena informándose a través de cuentas que se dedican a expandir sin ningún tipo de cortapisa fake news. Massiel está que no es Massiel. La última vez que vino al ‘Deluxe’ estuvo muy desafortunada –conmigo y con muchas más cosas– y al día siguiente le escribí un mensaje advirtiéndole de que se estaba cargando su legado. Supongo que tendré que quedar con ella para charlar tranquilamente, pero me enerva comprobar cómo una mujer cultivada como ella se traga bulos como si de caviar se tratasen. Hay que recuperarla para la causa, me lo voy a poner como deber. Con Agatha hablamos poco de política y mucho de la vida. Sobre todo de casas, que es un tema que a los dos nos apasiona. Uno de mis máximos pasatiempos es perder horas muertas viendo inmobiliarias. Imagino vidas en otras ciudades en casas preciosas. Pierdo el tiempo, que es algo muy productivo y que se lo recomiendo a todo el mundo. También paso mucho tiempo acariciando a Fortunato, mi burro. Qué sanador me resulta levantarme por las mañanas, acunar su cabeza en mi regazo y acariciarlo sin parar. Él se queda quieto, gozando, pero no sé si sabe que en realidad me está haciendo un favor. Porque gracias a él mi casa está todavía más viva. Llegar a ella y acariciar a mis perros y a Fortunato me proporciona una estabilidad que hacía años que no tenía .