Jordi Pujol y Marta Ferrusola están presentes en mi memoria desde el principio de los tiempos. Mi padre, ya lo he contado aquí, admiraba a Pujol, y desde TV3 nos estuvieron bombardeando continuamente con que la Ferrusola era una señora muy austera que tenía un puesto de flores en Las Ramblas y que, aún después de que su marido se convirtiera en Molt Honorable, ella, de tan austera que era, mantenía su puesto de flores. Un cuento como la Catedral de Burgos de grande, vamos. Ahora recuerdo cómo siempre que ganaban algunas elecciones los votantes de CiU saltaban delante de la Ferrusola al grito de “Això és una dona” –“Esto es una mujer”– y me estremezco. De rabia y de indignación. Porque durante muchísimos años se proyectaba desde todos los medios habidos y por haber que la Ferrusola era una catalana como Dios manda: cristiana, católica y con pedigrí. De Catalunya de toda la vida. Todas las mujeres que no reunían los requisitos que ella poseía eran consideradas en esa Catalunya en la que reinaban los Pujol ciudadanas de segunda e incluso de tercera clase. Pero con el paso de los años nos hemos dado cuenta de que la gran mayoría de esas mujeres que los Pujol despreciaban eran mucho más honradas que el clan que regía el destino de los catalanes. Y que, según parece, la propia Ferrusola. La aterradora imagen de su moño, de su sonrisa condescendiente  y de su mirada perdonavidas martilleó la existencia de miles de emigrantes. Su director espiritual debería aconsejarle que, antes de morir, pidiera perdón a todos aquellos catalanes y catalanas que no comulgaban con su credo y a las que obligaron a convivir con la vergüenza de no poseer unas raíces tan aparentemente nobles como las suyas. Un apunte más: ¿hubieran sido tan drásticos en Catalunya los recortes en Sanidad y en Educación si los Pujol hubieran donado algunos de los millones de euros que conforman su fortuna?