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Hacía años que no venía a Miami. La última vez fui con P. para hacer una parada técnica antes de ir a unas islas que nos parecieron espantosas: St. Maarten. Igual te encuentras a alguien que ha ido y le han parecido el paraíso, pero lo dudo. Encima nos tocó en la habitación de al lado un niño que no paraba de chillar ante la desesperación de unos padres que, cuanto más chillaba el niño, más nerviosos se ponían. Ahora lo recuerdo y sonrío. Allí quise hacerme el harakiri despacito, para sufrir mucho por haber escogido esas islas y ese hotel. Encuentro Miami un poco más apagado y más vulgar. Al menos South Beach. Sé que nunca ha sido la quinta esencia de la elegancia, pero es que ahora está un pelín peor. Está inundado de tiendas muy cutres que venden cosas francamente feas. Al llegar al hotel nos encontramos en la puerta a unas turistas en biquini y en franco estado de pedal con una botella más grande que sus cuerpos saludando a otros amigos. A mí ese desparrame me hace gracia, pero elegante no es. Aprovechamos la playa para coger un poco de moreno. Intento otear el horizonte en busca de un contacto visual con algún muchacho, pero nada. Los hay monos, pero ninguno me hace caso. Luego hay otros que están mucho peor que yo. Lo celebro comiendo helados de vainilla como si no hubiera mañana. El lunes me tomo la dieta más en serio.