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Odio los domingos. Mejor dicho: odio las tardes de los domingos, como casi todo el mundo. Esos días, cuando el sol va desapareciendo, parece que se vaya acabando el mundo de a poquitos.
Pero hoy es distinto. Estoy en Lisboa con Adrián y Óscar. Cuando era pequeño no tenía amigos. Creo que la amistad existe cuando eres capaz de desnudarte emocionalmente delante de alguien y yo no logré compartir mis tormentos adolescentes. Por eso valoro tanto el vínculo que me une a Adrián y Óscar: relaja enfrentarse a la vida sabiendo que hay gente que jamás te va a fallar. Pateamos la ciudad sin descanso y los llevo a almorzar a un sitio al que fui la primera vez que la visité. El restaurante sigue igual; yo, quince años más viejo. Después de un fin de semana maravilloso me sorprende que el lunes adelantemos el vuelo para llegar antes a casa. Definitivamente, nos estamos haciendo mayores. Muy mayores.