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Es domingo por la tarde mis hermanas ya se han ido. En estos momentos mi madre me está hablando de una señora que no conozco y hago ver como que escucho al tiempo que redacto estas líneas. A ella le da igual que esté trabajando o que esté viendo la televisión: me habla siempre en los momentos más inoportunos, que es una de las cualidades que inexorablemente adquieren con los años las madres. Es más, he descubierto que cuando la televisión está apagada ella calla. Y cuando la enciendo se pone a hablar por los codos. Intento aguantar un ratito hasta que ya no puedo más y exploto. “¿Pero no ves que estoy viendo la tele?”. “¿Y a mí qué dices?”, responde sudándoselo todo mucho.
Ayer, mientras Bertín Osborne estaba con Broncano, hablamos de sexo y de hombres. Ella no quiere ni una cosa ni la otra. Yo, ahora mismo, lo que quiero es que llegue ya el verano. Hay una hora particularmente dura cuando estás en casa un domingo. La que va de las seis a las nueve de la noche. Ahí es cuando empiezas a preguntarte si te gusta tu vida, por qué no tienes un novio o si puedes tomarte una tarrina de vainilla de medio kilo. Ahora que son las 11 de la noche y que ya estoy metido en la cama debo confesar que solo he sido capaz de responder de manera clara a una sola de las preguntas. La del helado. Y sí, me lo he comido. Pero para compensar no he cenado y me he metido entre pecho y espalda cuatro manzanas. Algo es algo. Mi madre solo se ha comido una, pero ha tenido que compartirla con Tom, Travis y Lima. Cada vez que P. viene a casa me dice que los perros están asalvajados y yo le contesto que sí en plan chulesco. Como preguntándole si los va a llevar a una escuela suiza a que les enseñen a comer el pienso con palillos. Entonces P. se calla: sabe que ahí no tiene mucho que rascar y yo me ensimismo en mis pensamientos, que últimamente tienen mucho que ver con nada.