Aprovechando el buen tiempo, quedo con P. para almorzar en uno de nuestros restaurantes favoritos, un asiático que hay en uno de los mejores hoteles de Madrid. Recordaba el lugar como un espacio silencioso, pero nos encontramos con una mesa en la que hay dos o tres chiquillos que no paran de dar por saco. Chillan, cantan y arman bulla ante la impasibilidad de los padres. Miro insistentemente hacia esa mesa y P. me pide que no monte el número. Detecto a otro comensal que hace lo mismo: dirigir su incrédula mirada hacia la zona de ruidos. Un camarero me dice “los mataría”, refiriéndose a los críos. Yo abroncaría a los padres. Se me atraganta el pato, los dim sum y la madre que los parió a todos. Si decido no ser padre no sé por qué tengo que aguantar a los críos de los demás.