Jorge Javier Vázquez

Jorge Javier Vázquez

En el aeropuerto, un chico bien mono se ha ofrecido a hacerme una cosa rápida y sucia en un baño

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Viernes diez de agosto, once menos cuarto de la mañana. Llevo dos horas metido en un avión y me quedan otras dos, estoy volando de Sídney a Fiji. Ando revuelto con los horarios. Llegué el martes a Australia y todavía estoy con la olla un poco en Camboya.

La primera parte del viaje ha sido preciosa. Recuerdo que cuando era pequeño no dejaba de mirar un libro que regalaba La Caixa y que se llamaba algo así como ‘Maravillas del mundo’. En él aparecían monumentos impresionantes y paisajes idílicos. Una de las maravillas fotografiadas era la Ópera de Sídney, de ahí que me produjera especial emoción irme a dormir teniéndola justo enfrente de mi habitación.

El miércoles, con el jet lag en todo lo alto, fui a ver ‘Rigoletto’ porque me parecía que pisar ese lugar que tanto había visto de pequeño en fotografías tenía mucho que ver con cerrar un círculo o alguna cursilada semejante. Pese al ligero dolor de cabeza que me provocaba el sueño, me sorprendí enganchándome a la historia como si de una película se tratara. Y la disfruté. No soy aficionado a la ópera. Me puedo tragar una facilita, pero supongo que solo aguantaría un Wagner –o similar– con una caja de lexatines. Pero cuando al acabar vi al público sonriendo beatíficamente tras haber disfrutado del espectáculo pensé en la importancia de la cultura como eficaz válvula de escape para enfrentarse a la vida. Sí, puede que el jet lag me tuviera un poco trastornado, para qué nos vamos a engañar.

La gente en Sídney me ha parecido encantadora, muy simpática. La ciudad, levantada en obras, un tanto caótica, demasiado abigarrada y un pelín aburrida. En otro orden de cosas, ayer hablé con C. y me contó que, pese a que he explicado que no me había operado la cara, los medios continúan erre que erre y no me creen. Que aproveché para operarme durante esos días que no subí ninguna foto a las redes. Por no hablar de que tampoco se creen que haya perdido quince kilos.

No estaba al tanto de la historia porque he decidido desconectar de mí y de mis circunstancias durante todo el tiempo que esté fuera. En el fondo, todo eso me gusta porque me obliga a cuidarme durante estas vacaciones y volver como un pincel. “Pero como no piensas subir ninguna foto –sentencia C.– dirán que has aprovechado para operarte del todo”. Bueno, ya atravesaremos ese puente cuando lleguemos.

He vuelto a abrirme el Grindr en Australia. En el aeropuerto, a las siete y media de la mañana, un chico bien mono se ha ofrecido a hacerme una cosa rápida y sucia en un baño. Cuando he comprobado que lo tenía solo a setenta y cinco metros, se me ha caído el móvil del susto y me he desconectado. Es que tampoco eran horas, digo yo. Ganas de sol, playa, bronceador y libros. Y de volver a encenderme el Grindr en cuanto pise tierras fijianas.

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