Al llegar a Dubái, P. me pidió que fuéramos al hotel más icónico de la palmera. Por cierto, no entiendo por qué pronuncia tanto últimamente la palabra icónico. El caso es que, como no tenía voluntad para negarme, acepté. Y aquí me encuentro, en un lugar al que no hubiera accedido a venir ni bajo la amenaza de que torturaran a mis seres más queridos. Más de mil habitaciones. Rodeado de familias con niños. Sí, niños. Pequeños y muy pequeños. Pero como hacía sol hasta los críos me parecían elementos angelicales. Tan rubios. Tan gordezuelos. No me molestaba que me mojaran cuando se bañaban dando gritos como si fueran los reyes de los hunos.

P. me llevó una tarde a un parque de atracciones y disfruté como un chiquillo. Había tan poca gente que podía repetir en las atracciones e incluso en una fui solo montado. Las relaciones bilaterales entre P. y yo empezaron a normalizarse salvo cuando teníamos que hablar más de cinco minutos seguidos, porque entonces acabábamos discutiendo sobre cualquier idiotez. Él no lo sabe, pero cuando entramos en esa dinámica, yo canto flojito. Esa táctica me la enseñó mi amigo O. Si su novio se ponía pesado, él cantaba por lo bajo ‘Somewhere over the rainbow’, y se evadía. Yo entono ‘Los piconeros’ y ‘América tiene amores’, que es una canción muy bonita que pertenece a la sinfonía de ‘Los tres tiempos de América’.

Todo iba más o menos bien hasta ayer, que los niños empezaron ya a tocarme las narices en la piscina. Había más que nunca y chillaban mucho más que otros días, alentados además por una escandalosa animadora que les animaba a bailar la ‘Macarena’ y el ‘Waka Waka’. Pensé que en un hotel familiar no sobraban los niños, sino que sobrábamos nosotros. Así que esa misma noche cogimos otro avión rumbo a un lugar de playa para continuar con una de las vacaciones más absurdas de mi vida. Antes de largarme, aproveché para hacerme unos posados robados en el hotel. Son ridículos, sí, pero no menos que los que se hace la gente en serio.