Mientras que en Estados Unidos está muy bien visto que una persona diga que es feliz, en nuestro país no tiene muy buena prensa contar que uno está encantado con su vida. Debe ser culpa de la moral judeocristiana: la vida es un valle de lágrimas y todas esas chorradas. Conozco a una presentadora muy popular que en privado me reconoce que es una mujer muy feliz pero cuando da entrevistas siempre dice que algo le va mal para que la gente no le coja ojeriza. No estoy de acuerdo con esta teoría. Yo soy feliz y me gusta decirlo. Es casi una obligación moral. En una época en la que hay muchísima gente pasándolo mal uno debe ser agradecido y consciente con su realidad. A mis cuarenta y cinco años jamás había sido tan feliz: con mi P., con mi familia, con mi trabajo. Entre nosotros, también me gusta proclamar mi felicidad para que revienten mis enemigos, para que sufran mis detractores, para que no paren de echar bilis por la boca los envidiosos. Qué felicidad no pertenecer a esa clase de gente –o gentuza– que sufre más por los éxitos de los demás que por los fracasos propios.