De jovencito, aparte de ser cantante y actor, también quería ser presentador de televisión. Por eso, cuando a los veinte años leí en un periódico que se convocaba un casting para presentar un programa no lo dudé.

Me vestí lo mejor que pude pero al salir del metro comenzó a llover de manera torrencial y llegué al dichoso casting mojadito como un pollo. Había un chico muy mono recitando un texto delante de una cámara, pregunté quién era la persona responsable de todo aquel tinglado y me dirigí a ella con decisión. Una mujer un pelín desastrada con el pelo frito. “Perdona, ¿me puedes dar el guión?”, pregunté con exquisita educación. La señorita me miró de arriba abajo y en cuestión de segundos dictaminó: “Tu look no me va”. Salí del local echando leches, avergonzado. El pasado viernes les dije adiós a los alumnos de la segunda edición del Taller de Presentadores que organizo en mi escuela. He compartido con ellos horas e ilusiones. Les advierto de que han elegido una profesión dura y a veces poco gratificante pero quién soy yo para ponérselo todo negro cuando mi trabajo, con todos sus inconvenientes, me produce tanta felicidad. Doce alumnos que han creado entre ellos vínculos muy especiales: han llorado, han reído, se han emocionado, se han entregado en las clases y han participado con decisión en todo lo que les hemos propuesto. El último día me regalan una foto de grupo con una inscripción: “El triunfo llega de la mano de un triunfador. Gracias”. Les echaré de menos.