Volvemos a Marrakech, esta vez en compañía de M. y A. Como nos conocemos desde hace más de veinte años, P. y yo podemos discutir delante de ellos tranquilamente. Esta vez, por el tabaco. P. y A. están deseando bajar del avión para fumarse un cigarrillo y yo me atrevo a decirles que algo que debía considerarse como un placer se ha convertido para ellos en una esclavitud. En qué hora. P. comienza a remontarse y acaba echándome una bronca épica. Yo aguanto el chaparrón sin mover una pestaña y al final acabo llamándole egoísta. Otra vez, en qué hora, porque entonces se cabrea un poco más y termina su perorata devolviéndome el adjetivo: “Egoísta tú”, remata. Me mantengo en mi teoría: los fumadores que no controlan su pulsión son muy pesados. Aquellos que cuando están en un restaurante y tienen que levantarse entre plato y plato para salir a fumar, por ejemplo. Aquellos que se ponen de mal humor cuando por culpa de un vuelo largo pasan horas sin darle al fumeque. Y así, millones de ejemplos más. La discusión no llega a mayores porque sabemos que no tenemos escapatoria: no hay muchos vuelos Marrakech-Madrid. Según nuestra experiencia, cuando uno de los dos se harta desaparece y “hasta luego, Mari Carmen”. Pero aquí no hay salida. Como juega España, A. se apalanca en la habitación y P., M. y yo nos lanzamos a las calles. Es un viernes de Ramadán e impresiona ver Marrakech tan vacío. Cada vez nos gusta más esta ciudad. Por la noche cenamos en la plaza Jmaa Fna. Parece milagroso que pese a la globalización Marrakech mantenga todavía su esencia. Hay que venir mucho para empaparse de todo antes de que se convierta en una insulsa postalita. Por cierto, a raíz de la discusión P. y A. se pasan todo el rato provocándome: “¿Te molesta el humo, Jorge?”. Que sigan tocándome las narices, a ver cómo acaba todo esto.