Rocío Carrasco y Antonio David Flores: todos los secretos de la boda que empezó la guerra

Cuando decidieron casarse, convivían en un sencillo piso en Argentona, la localidad de Barcelona en la que estaba destinado Antonio David como guardia civil. Rocío Carrasco se sentía tan sola mientras su novio patrullaba que se refugiaba en la compañía de los fotógrafos que hacían guardia en su casa y, a menudo, les invitaba a tomar un refrigerio. El embarazo precipitó la boda. La novia estaba de dos meses, y a pesar de lo ruegos de su madre para que retrasara el casorio, la joven se empeñó en pasar por el altar cuanto antes. Los novios parecían superados por la situación, eran muy jóvenes, 18 años ella y 20 él. La ceremonia empezó con una hora y cuarto de retraso, el día anterior había cambiado la hora y en aquella época analógica los novios olvidaron poner sus relojes con el horario de verano.

Rocío eligió un estilo recargado para su gran día. Llegó con Pedro Carrasco en una calesa del siglo XVIII tirada por cuatro alazanes blancos. El padrino intentaba dibujar una sonrisa para arropar a su pequeña mientras la multitud jaleaba. Fueron recibidos con cohetes y música. Rocieros de Almonte cantaban ‘¿Por qué te llamas Rocío?’, compuesto para ella. El traje de novia lo firmó Antonio Ardón y estaba confeccionado en organza de seda en color marfil; la falda era estrecha y tenía una sobrefalda de tres metros de largo. Una torera de seda y encaje tapaba sus hombros, el velo era de tul y medía siete metros. El peso del traje no trascendió. La Carrasco escogió un peinado barroco. Llevaba un postizo de un metro de largo peinado en rabiosos bucles, elaborado con dos kilos de pelo natural originario de Perú, y salpicado con perlas traídas especialmente de Nueva York.

Ruphert, el estilista que ideó la melena, recuerda el poco tiempo que tuvo para hacer su trabajo: “Rocío llevaba el pelo platino, se lo cortaron y le quitaron las extensiones. En vez de venir a que le tiñera el pelo de oscuro, se fue a poner las uñas larguísimas y le tuve que echar spray de color; estaba asustado, decía: ‘Si llueve se le va a chorrear. Se nubló”. Por suerte no llovió. El peluquero concibió su look como el de una princesa de vanguardia. “Era como Sissí emperatriz pero en moderno. Rocío, un encanto, si me llama la volvería a peinar. Nunca más la peiné, nunca más quiso saber nada de mí”.

La novia llevaba unas lentillas de color que teñían su mirada de un azul inquietante, lucía unos pendientes de diamantes en forma de flor y portaba en su cuello la misma cruz que llevó su madre el día de su boda con Ortega Cano. Asirse con fuerza al ramo, de orquídeas y flores traídas de Chipiona, ayudó a Rocío a templar los nervios.

Un enamorado Antonio David esperaba ansioso en el altar. Entonces contó lo feliz que fue cuando Rocío llegó a la ermita. Años después, con el desamor instalado en su relación, él recordaba aquel momento de forma muy distinta: “Parecía una inocentada. Cuando la vi con esa peluca, esos tirabuzones, esas lentillas, pensé: ‘¿Estamos en carnavales?”.

Los novios, presa de los nervios, se equivocaron de mano a la hora de ponerse las alianzas, diseñadas por Rocío Carrasco. La Jurado no podía reprimir las lágrimas durante el ‘sí, quiero’. Emocionada, parecía consciente del tremendo error que cometía su hija. Años después, desvelaría que ese día hizo de tripas corazón para que su niña fuera feliz. La más grande fue también la más elegante, causó sensación con un gran tocado que por la noche reconvirtió en cinturón. Supo enseguida el sexo del bebé que esperaba su hija, con solo observar la dentadura de su primogénita, tuvo la seguridad de que iba a ser abuela de una niña. Como contó alguna vez, su método infalible consistía en analizar las encías de la gestante.

Tras la ceremonia, que duró alrededor de una hora, se hizo la foto de familia. Fue el único momento en el que Rocío Jurado y Pedro Carrasco, divorciados desde 1989, estuvieron juntos, pues no compartieron mesa ni brindaron por la felicidad de su hija. El banquete se sirvió en una carpa de 1.000 m2 decorada en blanco y fucsia. Los 800 invitados degustaron aperitivos fríos, lomo de merluza y pechuga de faisán, y una enorme tarta nupcial coronó el ágape. La juerga flamenca con la que terminó la gran boda está en los anales. Massiel lo dio todo en el escenario y Ortega Cano, que había pasado desapercibido durante todo el día, cantó extasiado con una arritmia memorable. Su mítico “Y estamos tan a gustitooo” sigue siendo viral.