Un telefonazo, la voz campanuda y un aviso, “!Voy a haceros una visita! Sin protocolo, eh, no preparéis nada especial”. Es el rey emérito, al que le ha dado por el sur y se deja caer inesperadamente por los cortijos de sus amigos. Casonas rústicas, sin servicio, aptas para una jornada campera pero sin comodidades para un rey, por muy emérito que sea. La llamada provoca un revuelo de preparativos sin fin. Disponer la habitación en el piso bajo por su dificultad para subir escaleras, la misma señora y su nuera se han de poner delantal y ayudar en la cocina, traer gente de fuera y estufas, enterarse de las costumbres del ilustre huésped… Que llega repartiendo abrazos: “por mí no os preocupéis, lo único que pido es un buen desayuno.” El anfitrión pregunta con voz temblorosa en qué consiste eso, y don Juan Carlos le quita importancia, “huevos de verdad, jamoncito…” Todo se ha de traer deprisa desde Cádiz, y el rey se empeña en quedarse por la noche hasta las tantas tomando un whisky y contando melancólicas batallitas, sin darse cuenta de que a sus anfitriones se les cierran los ojos de cansancio. Y al día siguiente se va a los toros, y después a otra finca en una huida desesperada nadie sabe muy bien de qué, y los amigos se llaman unos a otros, “¿a quién le tocará ahora…?” Todos declinarían con gusto el honor de acogerlo pero al final acaban por decir, “pobre, está tan solo…”

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