“Papá me decía: ‘Incineradme y echadme al mar. Los entierros normales me parecen tristes’, y yo le contestaba: ‘Oye, que tampoco es plan llevarse a los muertos a un flamenquito”, suele contar don Juan Carlos a sus amigos entre risas y lágrimas. Ahora se cumplen 25 años de esa muerte, que tuvo lugar en la clínica de Navarra el 1 de abril de 1993, a las tres de la tarde. Al lado de don Juan de Borbón estaban sus tres hijos, su nuera Sofía, su yerno, el doctor Zurita, que había abandonado sus ocupaciones para atenderlo en su larga enfermedad, y el jefe de su casa, el duque de Alburquerque. En la puerta, su secretaria, la lealtad hecha persona, Rocío Ussía.

De su mujer ya se había despedido dos meses antes, cuando le fue entregada la Medalla de Oro de Navarra. Por última vez, la pareja escuchó la Marcha Real; don Juan, apoyado en su bastón, con la marca de la muerte en el rostro; ¡doña María intentó levantarse de la silla de ruedas en un intento agónico que puso un nudo en todas las gargantas! Don Juan ya no podía hablar y fue su nieto Felipe el que tuvo que leer su adiós a la vida y, sobre todo, a su mujer. “Querida María, ahora vemos que nuestras esperanzas no iban desencaminadas… Hemos tenido la dicha, como súbditos, y la alegría, como padres, de ver encarnarse en nuestro hijo la institución a la que hemos dado nuestras vidas…”. Don Juan se inclinó ante el Rey y balbuceó: “Señor, deber cumplido”. Y luego se acercó trabajosamente a su mujer y, con la cortesía de otros tiempos, le besó la mano.

Y como anticlímax a esos momentos emocionantes, cuando se desocupó la habitación de la clínica, se vio que el Cesid la había trufado de micrófonos. Las conversaciones telefónicas grabadas corrieron por todas las redacciones. Recuerdo una en la que Juan Carlos le advertía a su hijo: “Felipón, dile a tu hermana que, si sigue montando así, se va a escoñar”, y también: “El abuelo os manda muchos besos”.