La belleza es una condena. No me refiero a ser mono, atractivo, resultón o más o menos guapo. No. Me refiero a la gran belleza, a esa belleza que poseen algunos seres humanos y que es sencillamente devastadora. Para el resto de la humanidad y, fundamentalmente, para ellos mismos. Lo he comprobado a lo largo y ancho de mis años de cama: los extremadamente guapos no son las personas más sexuales. Ni de lejos. Lo somos mucho más los que nos lo tenemos que currar porque como cada vez que ligamos es como si nos tocara el euromillón. Nos entregamos con una pasión inaudita porque no sabemos cuándo será la próxima. Pero las bellezas están hasta las narices de que les recuerden lo bellos que son, porque ellos también tienen sus días malos. Y a veces se levantan con mala cara, con demasiadas legañas, con bolsas en los ojos. Y entonces piensan que esa misma gente que solo alaba su beldad les dará la espalda cuando se den cuenta que tienen los mismos problemas que los demás. He detectado inseguridades terribles en gente guapísima. Inseguridades a todas luces incomprensibles para mí pero insuperables para ellos. Yo, lo tengo claro: te hace la vida más entretenida un resultón que un guaperas de manual.