Invito a Ana Rosa para que vaya el martes a ver ‘Miguel de Molina al desnudo’. El día antes me avisan de que no puede venir porque tiene una cena importante con unos señores también muy importantes.



 

El martes, como todo el mundo sabe, es el día que hacemos interpretación un grupo de pirados de la tele. Llego a trabajar y propongo a mis compañeros que nos saltemos la clase y nos vayamos a cenar por ahí. Aceptan sin resistencia. En el restaurante pedimos un reservado porque somos de gritar, reír, discutir y tirarnos servilletas a los postres. Y precisamente justo a los postres se abre la puerta del reservado y aparece Ana Rosa, que está con la cena que me dijo. Ya es casualidad.

 

Está con nosotros unos minutos y al marcharse decidimos con unanimidad que es una estrella de la televisión. Para mí, en la televisión hay jornaleras y estrellas y ella pertenece al segundo rango. Me gusta verla por las mañanas y estar de acuerdo con lo que dice, no estarlo, reírme con sus ocurrencias y envidiar lo bien que da en cámara.

 

Todavía hay gente que me recuerda lo bien que se lo pasaba cuando ella y yo comentábamos las revistas en ‘Sabor  a ti’. Menos mal que cuando yo empezaba, con mis inseguridades y mis miedos, di con una persona como ella que desdramatizaba el trabajo en televisión. Si hubiese dado con una sargenta o un sargento –como le ha pasado a tantos otros– estaría en casa despotricando contra el medio. Era fan de Ana Rosa cuando yo empezaba en esto y lo sigo siendo veinte años después. ¡Qué mérito tiene la tía!