Dos años nos ha costado que la hija de Isabel Pantoja se sentara en el Deluxe. Lo hizo el pasado viernes y me dejó descolocado. Para bien. Es una muchacha que, pese a vivir en un ambiente muy complicado, no tiene nada de retorcida. Se enfrente a las entrevistas con honestidad, sin ánimo de engañar, dispuesta a contestar a todo lo que se le pregunta. Isabel II es, creo que ya lo he escrito en alguna ocasión, el elemento más puro del Universo Pantoja. La Letizia Ortiz del clan, como le dije el viernes. Una persona que con un discurso impregnado de normalidad ventila una finca, Cantora, repleta de oscuridades, incómodos silencios, incomunicación emocional, zonas sentimentales escasamente transitadas y postureo folklórico máximo. Isabel II nos contó con una sonrisa la peculiar relación que mantiene con su madre. Lo explicó con tal gracia que consiguió arrancarnos una sonrisa, pero la cosa no deja de tener su aquel. Según Isabel II, la Pantoja no abandona fuera del escenario todo ese repertorio de gestos que han conseguido por una parte hacerla única, y por otra sembrar el pánico entre el personal. Confesó la niña que le cuesta mantenerle la mirada y que no ha conocido a ningún hombre que se atreva a decirle: “mira Isabel, esto no es así”. No es fácil mantener viva una leyenda. Se requiere tiempo, esfuerzo y mucho misterio alrededor. No salir. No dejarse ver. No quedar con gente para echarse a las calles. Hay gente  que dedica toda su existencia a convertirse en un mito a costa de su propia vida. Le pregunto a Isabel II si considera que su madre es feliz y no tarda ni un segundo en contestar que no. Me cuestiono entonces si la cantante es capaz de preguntarse en qué ha fallado o si considera al mundo culpable de su desdicha. Debería hacer más caso a su hija y no pasar tanto tiempo en Cantora. La mítica finca se está convirtiendo en la tumba de su alma.

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