Desde que comenzaron a hacerse públicos los turbios asuntos de la familia Pujol no dejo de pensar en mi padre. Él, como tantísima gente de su generación, era pujolista. Hijo de padres murcianos y nacido en Catalunya, encontró en Jordi Pujol un referente político sin fisuras. Lo consideraba un gran estadista, noble, leal y ferviente defensor de la tierra que tanto amaba: Catalunya. Lo he dicho en alguna entrevista, si mi padre estuviera vivo probablemente sería independentista.


Estoy convencido de que la gente de su edad que siga viva no va a ser capaz de recuperarse del desengaño emocional que está suponiendo conocer los tejemanejes que Jordi Pujol y familia urdieron durante los veintitrés años que gobernaron Catalunya. Es como si a los ochenta años te enteras de que los Reyes, los de Oriente, son los padres. Los catalanes no se merecen haber sido gobernados por un hombre que aprovechaba las primeras de cambio para hablar de ética y moralidad mientras en su cabeza maquinaba cómo tangar más y mejor.

Dijo Artur Mas que sentía compasión por Pujol. Qué magnánimo. Me siento incapaz de sentir algo así por un estafador. Lo único que deseo es que tanto Jordi Pujol como Marta Ferrusola vivan muchísimos años para tener que encontrarse con cientos de miradas que les recuerden constantemente que les han engañado. Por cierto: por los hijos tampoco siento compasión. Siento un viscoso, repulsivo y asqueroso asco.