Después de la demoledora entrevista que Kiko Rivera ofreció en ‘Cantora, la herencia envenenada’ pensábamos que sería muy complicado que una segunda estuviera a la misma altura. Qué cándidos somos, nos olvidamos de que con Isabel Pantoja de por medio todo es posible. Si en la primera entrevista los titulares tenían más que ver con la enfermiza relación que la folclórica mantiene con el dinero, el pasado domingo descubrimos cuán sórdido puede llegar a ser todo lo que se cuece dentro de los muros de Cantora.
Según Kiko, su madre y su tío Agustín han utilizado comentarios xenófobos para referirse a su hermana Isa. Y la mismísima Isabel Pantoja animó a su hijo a que fuera a un programa de televisión a poner verde a su hija. No contenta con eso, también barajó la posibilidad de desposeerla de sus apellidos.

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Kiko Rivera no tuvo reparos en calificar la vida en Cantora como la muerte. Literal. Entrar allí suponía sumergirse en un mundo de tristeza, pena y frustración en el que era incapaz de aguantar más de un día y medio. Con fans a las que la Pantoja pone a trabajar –pintar la finca, servir la mesa– y una televisión en la que de manera ininterrumpida solo se ponen conciertos de la diva. No existe alegría en una finca en la que Isabel Pantoja y tito Agustín se refieren de manera despectiva a todo bicho viviente que se les ponga por delante. Parece ser que de sus improperios no se salva ni la sobrinísima Anabel, a la que se refieren de manera hiriente por su aspecto físico. Después de las dos comparecencias de Kiko Rivera no se me ocurre qué puede hacer ahora Isabel Pantoja para enfrentarse al terrible retrato que le ha dibujado su propio hijo. A lo peor es que, a estas alturas de su vida, ya no puede hacer nada para remediar el pasado.