No lo puedo remediar: me hace gracia. Lleva paseando el dolor que siente por el poco caso que le hace Lolita desde que yo era pequeño y cada vez que lo cuenta me suena a nuevo.

 

Tiene setenta y ocho años y el cuerpo de una de veinticinco, voz de haber vivido lo suyo y mirada similar a la de su hermana Lola.

 

Asegura que en “la Argentina” –así lo dice ella– la idolatran aunque echa de menos trabajar más en España. Carmen es la eterna descontenta, el verso suelto de la familia Flores, el renglón torcido de la alegría, la alargada sombra de una Faraona.

 

Destila el descontento propio de los de la Generación del 98 pero esto no se lo puedo decir a la cara porque pensará que la estoy insultando. Y no. Lo que quiero decir es que Carmen Flores, sin ella saberlo, posee el suficiente armazón existencial para ser la protagonista de una película, un libro o una obra de teatro basada en nuestra España desencantada.